Miembros de la Séptima Estrella

lunes, 23 de enero de 2012

[L1] Capítulo 7: Falesia



¿Hemos llegado ya? —preguntó de nuevo.
No —respondió por enésima vez.
Llevamos mucho rato caminando... —se quejó ella.
Te dije que este bosque es muy grande —contestó él.
Podríamos parar a descansar.
Crad se volvió hacia Melissa con brusquedad, lanzándole una mirada que lo explicaba todo sin necesidad de palabras. Estaba claro que ya se había cansado de ella y arrepentido de acceder a que lo acompañara.
Llevaban horas —demasiadas para pertenecer a un solo día según la joven— caminando por el bosque, y Melissa estaba harta de ver siempre los mismos árboles por todos los lados. Al principio, el paisaje era muy tranquilizador y hermoso. Pero a medida que los minutos avanzaban y el cansancio se iba adueñando de su cuerpo, lo bello se convertía en repetitivo y aburrido.
Tengo hambre —dijo Melissa, desafiando la potente mirada de Crad.
Él bufó, se dio la vuelta, y siguió avanzando dejando a Melissa atrás.
¡Oye! —exclamó Melissa corriendo para ponerse a la altura de Crad. Cuando llegó, frunció el ceño y se cruzó de brazos—. No puedes pretender que soportemos tantas horas de caminata sin comer ni beber nada.
Pararemos —dijo Crad sin mirar a Melissa, siguiendo con la vista al frente—, cuando empiece a anochecer.
Melissa recordó que aún poseía su reloj de muñeca. Lo miró para ver la hora terrestre y descubrió que eran las seis de la tarde. Se preguntó si los días en Anielle tenían la misma duración que en la Tierra. Se observó su vendaje, ese que le había puesto Yaiwey en la mano izquierda. Le había quedado muy bien. Bajo las vendas había un ungüento que suavizaba el dolor de su lesión, haciéndolo casi inexistente.
Un extraño sonido hizo que la joven se detuviera. Crad siguió avanzando sin darse cuenta de nada, dejando sola a Melissa. Esta buscó el origen del sonido, y descubrió cómo un arbusto se movía ligeramente. Algo escondía; algo se movía. Su corazón empezó a latirle cada vez más y más deprisa.
De repente, una sombra se detuvo a su lado. Melissa se volvió sintiendo un gran dolor en su pecho a causa del susto.
Sólo era Crad, que había acudido a donde estaba ella para investigar el movimiento. Ya había sacado una daga, y apuntaba hacia el arbusto, esperando a que aquel ser saliera de su escondite.
Y lo hizo.
Una bola de pelos color crema se asomó colocándose ante los dos muchachos con gracia y elegancia.
¿Pero qué...? —empezó Crad.
Era una mezcla entre lobo y zorro. Su cuello estaba repleto de pelo, como si fuera una bufanda que lo protegiera del frío. Tenía una cola poblada igualmente de pelo, y sus ojos parecían dos zafiros, de un azul electrizante. Sus orejitas eran puntiagudas como la de los lobos, y su morro se alargaba hacia adelante para terminar en hocico húmedo y negro. Apenas tenía tres palmos de altura. Una pequeña mancha que recordaba al fuego estaba impresa tras su oreja, aportándole un aire misterioso y aún más hermoso de lo que ya era el animal de por sí.
Dios mío... —murmuró Melissa, sorprendida por su belleza. Enseguida se agachó y alargó la mano para acariciar la cabeza de aquel extraño lobo—. ¿De dónde has salido tú?
¡No lo toques! —exclamó Crad.
Demasiado tarde. Melissa ya estaba rascándole la oreja.
La joven se volvió hacia él, interrogante. Crad mostraba una expresión de asombro. Estaba convencido de que la atacaría, pero en cambio parecía de lo más inofensivo.
¿Por qué? Si es una preciosidad... —decía ella.
Un susurro alertó a ambos, y el lobo se apartó de Melissa, sobresaltado. Melissa se asustó y se tiró hacia atrás, quedándose sentada en el suelo, mirando hacia todos los lados. Crad estaba en posición defensiva, y su rostro volvía a estar repleto de una escalofriante valentía.
Descubrieron una flecha clavada en el tronco de un árbol. ¿Había ido directa hacia ellos y había fallado? ¿O sólo pretendía ser un aviso?
¡Toquifmes! —gritó una voz femenina proveniente de las sombras del bosque. ¿Qué idioma era ese?
Una chica de cabellos pelirrojos con delgadas mechas anaranjadas, recogidos en una trenza como la de Yaiwey, apareció de entre los árboles. Sus orejas eran ligeramente puntiagudas, y sus ojos demasiado irreales. Tenían un fondo verde muy brillante; parecía reflejar la vida presente en el bosque. Pero sobre este había varias rayas doradas. El contraste entre ambos colores chocaba a la vista. Era extraño.
«¿Eso es —se preguntó Melissa— una elfa?».
Portaba un arco ya tensado. La punta afilada de una flecha miraba amenazadoramente hacia Crad y Melissa, quienes se encontraban mudos de sorpresa.
De nuevo, aquella joven presenciaba la muerte. Los hechos ocurrían demasiado deprisa, y su cabeza era un desorden absoluto. Había visto cosas demasiado extrañas en tan poco tiempo.
La cuerda del arco se tensó aún más, provocando un sonido extraño. Melissa cerró los ojos, aguardando que la flecha le atravesara el corazón. Qué poco había durado su aventura.
¿Elybel?
Los ojos de la joven se volvieron a abrir, y casi se le salieron de sus órbitas. Desvió su mirada hacia Crad, que aún estaba de pie junto a ella. Este miraba a la elfa con la misma cara de sorpresa que las dos chicas a él.
Tú... —murmuró la supuesta Elybel. En una milésima de segundo, bajó el arco y lo dejó caer al suelo, para luego correr hacia Crad con los brazos abiertos y una deslumbrante sonrisa en el rostro—. ¡Cradwerajan! —gritó.
Se tiró encima del joven, riendo y casi llorando de felicidad. Crad también reía, devolviéndole el abrazo con un tremendo cariño. Melissa observaba la escena entre asustada y extrañada. Seguía en el suelo, junto al lobo, que se había sentado y movía la cola de un lado a otro, feliz. Lentamente, la chica se levantó. Desde allí pudo observar que Elybel era más alta que ella, unos diez centímetros quizás. 
¡Cuánto tiempo ha pasado! —exclamaba la nueva, dando pequeños saltitos sin dejar de agarrar a Crad por los brazos—. Has crecido y todo, ya eres más alto que yo.
Ya ves... —dijo Crad sin borrar la felicidad de su rostro—. He dado el estirón, mientras que tú te has quedado enana.
Elybel le propinó un puñetazo en el hombro, y luego se rió. Crad también. Luego se frotó disimuladamente la zona en la que la elfa le había pegado. No lo quería reconocer, pero había conseguido que se hiciera daño.
Han pasado tantos años desde la última vez... —susurró Elybel mirando a los ojos de Crad con nostalgia—. ¿Qué te trae de nuevo por aquí?
Sólo entonces pareció acordarse de Melissa. Se apartó ligeramente para que Elybel viera a la joven escondida tras su espalda. La expresión de la elfa al descubrir a la joven no pudo clasificarse en ninguna conocida hasta entonces. Era algo entre extrañeza, curiosidad y... ¿desilusión?
Pero enseguida cambió su rostro, mostrando una mueca de sorpresa. Con una rapidez inhumana, acercó sus ojos a los de Melissa. Los observó con curiosidad mientras la otra chica luchaba por no apartarse. El insólito color del iris de la elfa la inquietaba...
Azules —dijo entonces Elybel—. Tus ojos son... del color del cielo.
Melissa frunció el ceño.
Y los tuyos verdes y dorados —contestó—. Yo creo que son mucho más extraños que los míos.
Elybel se quedó callada varios segundos, aún investigando los ojos de Melissa. Esta se sentía demasiado incómoda. Llegó a pensar que la elfa no estaba bien de la cabeza o algo por el estilo. Entonces, la mano de Crad se posó en el hombro de Elybel y la empujó hacia atrás violentamente. Ella se quejó de inmediato.
Cradwerajan, ¿qué significa esto? —dijo muy seria—. ¿Has pasado de las misiones de la Séptima Estrella a las misiones divinas?
¡No! —exclamó él, indignado—. Ya sabes que yo no creo en esas cosas.
Oh, claro —canturreó mientras elevaba las manos a la altura de su cara—. Y traes aquí a una Enviada, pretendiendo que yo te crea.
Perdonad —interrumpió Melissa, harta ya de que la ignoraran por completo—. No sé de qué demonios estáis hablando. ¿Qué es eso de misión divina y Enviada?
La elfa la miró entrecerrando los ojos, con curiosidad. Crad atrajo su atención.
¿Ves? —le dijo señalando a Melissa—. No es una Enviada, ni mucho menos.
La interpelada bufó, empezando a enfurecerse. Entonces Elybel se acercó a ella sonriendo —como si no hubiera pasado nada y envolvió su mano derecha con las suyas.
Me llamo Elybel —se presentó—. Vivo en Falesia. Y soy una elfa.
Encantada —contestó Melissa—. Yo me llamo Melissa, no tengo ningún sitio al que pueda llamar hogar y soy una humana normal y corriente. Además, siento una cierta curiosidad por saber qué demonios creíais que era.
A Crad se le escapó una risita por detrás.
¿De verdad no sabes nada sobre los Enviados? —preguntó Elybel, ignorando al chico.
Melissa negó con la cabeza temerosa de que pudieran sospechar algo. Si era tan obvio saber eso, puede que provocara dudas sobre su verdadera procedencia.
Pero a Elybel no pareció importarle, dado que abrió la boca para hablar.
¡Elybel! —irrumpió Crad a lo lejos. Ambas jóvenes dirigieron sus miradas hacia él, que sostenía el arco y la flecha que la elfa había tirado al suelo—. Tenemos que ir a Reihén; unos reclutas de la Séptima Estrella han solicitado ayuda con las autoridades.
¿Tenemos? —saltó la elfa interrumpiéndole en medio de la explicación y soltando las manos de Melissa con violencia. Parecía algo emocionada.
Crad se señaló a sí mismo y luego a Melissa. Elybel miró a ambos repetidas veces, y luego forzó una sonrisa. Melissa la miró frunciendo el ceño, haciendo sus propias deducciones en su mente.
Sí, pero resulta que ella es novata, y no parece aguantar muy bien las caminatas —añadió Crad medio sonriendo.
No digas más —dijo Elybel, comprendiéndolo todo de inmediato—. No habrá problema en alojaros en Falesia. —Dirigió su mirada a Melissa—. A los dos —remarcó.
Melissa se estremeció.


Nunca se hubiera imaginado lo que aquella hiedra colgante ocultaba. Pasando por una pequeña cueva, llegabas a un espacio abierto que terminaba en una espesa oscuridad provocada por los enormes árboles que llenaban el espacio. Se fijó en que, sobre aquellos árboles, había varias casas colgantes, conectadas entre sí por puentes que se balanceaban de un lado a otro en cuanto algunos elfos pasaban por encima. También había casas a ras del suelo; pequeñas cúpulas redondas hechas de una extraña tela tensada y extremadamente dura. Las puertas eran una basta manta colgada, o como mucho, un trozo de madera negra, posiblemente enferma o caída del árbol. Se veía que aquellos elfos respetaban demasiado a sus árboles y tenían una gran confianza entre toda la ciudad, dadas las escaseces de puertas para las viviendas.
A Melissa aquello se le hacía muy raro. En la Tierra, la mayoría de la gente que conocía hubiera sido incapaz de convivir en aquel lugar. Sus mentes estaban demasiado sucias como para respetar el entorno, y mucho menos respetar la intimidad de los demás.
Elybel iba delante de Crad y Melissa. Su lobo caminaba orgulloso sin separarse de su ama. El camino que habían recorrido hasta llegar a Falesia no había sido muy largo. Unos quince minutos quizás. Pero para Melissa, que ya estaba cansada y muy hambrienta, había sido horroroso tener que aguantarse las quejas. Elybel aún le provocaba cierto respeto.
Varios elfos saludaron a su guía, sonrientes. Al parecer, la elfa tenía buena fama en su territorio. Pero las expresiones de aquellos seres cambiaban súbitamente en cuanto se fijaban en Melissa. Aunque, supuso ella, su interés estaba en sus ojos. Puede que estuvieran pensando también que ella era una «enviada», como Elybel y Crad habían dicho. Se dio cuenta entonces de que aún no sabía lo que era. Descubrió que Crad le intentaba ocultar demasiadas cosas, y lo miró de reojo con disimulo. Él no se percató en absoluto, pues observaba la ciudad de forma... ¿nostálgica? Melissa decidió mirar de nuevo hacia Elybel. Luego a Crad otra vez. Y luego a Elybel. ¿Qué secreto escondían entre ambos?
El anochecer estaba cercano. Se podía oler en el ambiente y entrever entre la espesura de los árboles. Varios elfos amontonaban madera en el centro del espacio. Melissa se fijó en especial en una elfa pequeña, de cabellos rubios exageradamente rizados, y unos ojos de un marrón demasiado claro. Tenía los mofletes rosados, y cargaba un tronquito con gran esfuerzo. Le recordó a Cede, de alguna manera. Tenía esa dulzura tan característica de la hermana de Crad. Dejó el tronco que portaba sobre los demás, y se frotó la frente empapada de sudor. Sólo entonces se percató de su llegada, y una sonrisa iluminó su rostro.
¡Elybel! —saludó agitando la mano en el aire.
¡Clarysse! —exclamó la interpelada.
En cuanto Elybel llegó ante la niña elfa, enseguida le pellizcó el moflete a modo de saludo mientras reía a carcajadas. Al principio, la pequeña se quejó, pero luego también rió, feliz. Crad se puso a la altura de Elybel, para que se le pudiera ver con facilidad.
La niña elfa enseguida lo descubrió.
Tú... —susurró señalándole con un dedo tembloroso—. ¿De qué me suenas?
Tanto Elybel como Crad rieron nostálgicos. Él alargó su mano hacia la niña y le frotó el cabello.
Nos conocimos cuando eras muy pequeña —dijo sonriendo—. Ya no me recordarás.
Ella frunció el ceño. Parecía concentrada, pero algo la distrajo de sus cavilaciones. Giró la cabeza y sus ojos se posaron en una joven un tanto alejada de ellos.
¿Y ella? —preguntó inocentemente.
Elybel y Crad se volvieron para observar a una Melissa desconcertada y algo incómoda. Crad miró a su alrededor y descubrió que casi todos los elfos habían dejado su trabajo para mirarla directamente a ella. O a sus ojos azules.
Oh —dijo Elybel de repente, avanzando unos pasos hacia la interpelada. Colocó uno de sus brazos sobre los hombros de Melissa y miró a Clarysse, aunque todos supieron que se dirigía en general—. Ella es una invitada. Tiene que cumplir una misión junto a Crad en Reihén, y necesitan alojamiento, así que he pensado que no estaría mal conseguirles una choza para esta noche.
¿Eso no deberías consultárselo antes al Jefe? —preguntó una voz entre los presentes.
Todas las miradas se posaron sobe un elfo de cabellos azules recogidos en una coleta hacia atrás. Tenía unos grandes ojos negros, en los que no se distinguía la pupila. A Melissa le intrigó su apariencia. Al parecer, aquellos elfos solían tener colores de cabellos muy vivos y deslumbrantes.
Y por supuesto, eso haré, Valenanen—respondió Elybel duramente, taladrándole con la mirada.
No hará falta —retumbó una voz desde la nada—. Acepto sin ningún problema a tu petición.
Alguien envuelto en una capa grisácea se abrió paso para colocarse ante las dos jóvenes y Crad. Tras él, andaba una elfa muy alta, de cabellos largos y ondulados, del mismo color que los de Elybel. Sus ojos eran marrones, y sobre ellos estaban las mismas extrañas líneas doradas. Lo cierto es que era demasiado parecida a Elybel...
La elfa, que aún estaba con el brazo sobre los hombros de Melissa, vaciló un momento y luego se apartó ligeramente de la humana para realizar una leve reverencia.
Hiegnre —pronunció en su idioma élfico. A Melissa le dio la corazonada de que había dicho «gracias» o algo por el estilo.
Y ambos se pusieron a hablar en aquel extraño idioma. La pobre Melissa no pudo captar nada, por lo que miró a Crad. Se sorprendió al descubrir que este sí parecía entender el idioma, pues estaba concentrado en la conversación.
Pasaron escasos minutos antes de que Elybel volviera a realizar una reverencia. Crad la imitó, así que Melissa decidió hacerla también. Se encontraba algo perdida. Suerte que sabía español, porque si no no hubiera sido capaz de moverse por aquel extraño mundo. Aunque aquella ventaja no le haría ignorar el hecho de que tenía que investigar sobre las razones por las que el idioma de la Séptima Estrella era el español. No tenía ningún sentido lógico, a no ser que...
Melissa —llamó Elybel, sacándola de sus cavilaciones.
La interpelada se despejó y miró directamente a los ojos de la elfa, interrogante.
¿Sabes élfico? —preguntó primero. Melissa negó con la cabeza, y Elybel sonrió—. Entonces te explico la situación —prosiguió—. El Jefe ha aceptado de buena gana el que os quedéis a pasar la noche en Falesia, en una choza que está deshabitada. Los dos dormiréis allí, con la condición de que mañana por la mañana os vayáis. —Entonces Elybel acercó su rostro a la oreja de Melissa—. Algunos no están de acuerdo en que humanos se alojen en Falesia, por eso mismo se tienen que poner condiciones —le habló en un susurro.
Melissa lo entendió a la perfección. Normal, los humanos no tenían el alma tan protectora y pura que poseían aquellos elfos. Y aún se lo aplicaba a ella misma más que los demás, dado que venía de otro mundo donde la violencia estaba presente por todos los lados, y donde ya casi nadie respeta nada de su entorno. Aunque no quisiera, alguna influencia se le metía en la mente.
¡Elybel! —llamó una voz femenina.
Elybel se volvió y descubrió a la elfa que antes había caminado tras el Jefe.
¡Dis gegu, Senlya! —respondió.
Volvió de nuevo la cabeza y guiñó un ojo a Melissa despidiéndose. Luego miró a Crad y alzó la mano derecha.
¡Insy!
Insy —respondió Crad.
Y Elybel se alejó con la supuesta Senlya. A Melissa le pareció que esta le lanzaba una mirada acusadora y escalofriante, que hizo que se estremeciera entera. Lo cierto es que mirar a Senlya es como ver a Elybel de mayor y con lentillas.
Son hermanas.
Melissa giró la cabeza y vio a Crad junto a ella, con su típica pose de las manos sobre la cabeza y rostro inexpresivo.
Lo suponía —dijo Melissa desviando la mirada hacia la gente que volvía a amontonar madera rota, enferma, y que ya no les servía a los árboles. Clarysse estaba allí, esforzándose por no caer al suelo a causa del peso de su tronco—. ¿Puedo ir a ayudar? —preguntó haciendo un gesto con la cabeza.
Crad se quedó en silencio unos segundos, mirando hacia el sitio señalado y a Melissa consecutivamente.
Si quieres... —respondió encogiéndose de hombros—. Pero se supone que eres la invitada y no tienes por que...
Demasiado tarde. Melissa ya se había dirigido hacia donde estaba Clarysse para ayudarla a acarrear el pesado tronco. La niña elfa le sonrió agradecida, y sus mofletes se volvieron aún más rosados.
A un par de metros, Crad lanzó un suspiro. Y luego, también él sonrió, sorprendiéndose a sí mismo mirando a Melissa.



Sus labios pronunciaban una nueva maldición. La situación se le había escapado de las manos. Había estado demasiado ocupada con su pasado, y ahora era demasiado tarde como para volver atrás. La joven a la que seguía había desaparecido. Así, sin más. Lo sabía, pues ya no sentía su presencia en Adralish. Ni la de ella, ni la del joven que la acompañaba.
Tras preguntar a varios pueblerinos y rondar por los alrededores, había supuesto que partieron a dondequieraquefueran al alba, cuando se atisbaban los primeros rayos de luz. Pero no sabía adónde habían ido, y el camino podría ser demasiado largo y duro incluso para alguien como Syna.
Frustrada, echó una ojeada a su alrededor. Alguna pista, algún lugar por donde comenzar a buscar. Aquel bosque era demasiado grande y espeso, y adentrarse en él era como entrar en un laberinto. Si no te lo conocías bien, podrías quedar perdido el resto de tu vida. Pero no se preocupaba por su chica. El joven con quien iba había nacido allí, y se sabía el bosque como la palma de su mano.
Quién iba a decirle que sería tan fácil conducir a la joven a su destino. Aunque lo cierto es que dudaba de si aquel chico sabía quién era ella.
El relincho de un caballo llamó su atención. Miró hacia el origen del sonido, y descubrió que no solo era un caballo, si no varios. Estaban atados a un poste, delante de una taberna.
Sonrió para sí.
Al fin algo le salía bien en aquel día.

lunes, 16 de enero de 2012

[L1] Capítulo 6: La decisión


Crad la miró sin terminar de creérselo. No había burla en su tono de voz, sólo seguridad; una fría e inquietante seguridad. Los ojos de la joven brillaban de tal forma que se veía incapaz de apartar la mirada de ellos. Era increíble la fuerza que salía de su interior.
Tras unos instantes de incómodo silencio, volvió a la realidad.
No —dijo rotundamente—. Eso no puede ser.
¿Por qué? —preguntó Melissa, con un cierto tono entristecido.
Pues porque eres demasiado débil y me entorpecerías la misión.
Melissa frunció el ceño. Aquello le había dolido, aunque no lo quisiera reconocer verbalmente.
¡Pero no puedo quedarme aquí! —imploró. La simple idea de volver a estar encerrada le ponía los pelos de punta. Ella necesitaba exactamente lo que Crad iba a hacer: viajar con los únicos límites que uno mismo se pusiera. Sentía la necesidad de respirar en un espacio tan abierto como el mismo mundo, ver las nubes sobre su cabeza durante todo el día—. Por favor, odio sentirme encerrada —le confesó.
¿Y crees que lo mejor es ir directa al suicidio? —preguntó Crad con un tono de voz demasiado duro.
Si así me siento libre, sí —respondió Melissa sin expresión alguna en su voz.
Crad se quedó de piedra ante la frase de Melissa. Rezumaba una seguridad que nunca antes había visto en nadie. Estaba claro que ella lo tenía todo decidido.
Pero para él no todo era tan fácil. Negó con la cabeza sin mostrar ningún tipo de brecha en su impenetrable barrera echa de pura cabezonería.
¡No lo entiendo! —exclamó Melissa, levantándose bruscamente y poniéndose a la altura de Crad—. Si muero, será problema mío. ¡No te estoy pidiendo en ningún momento que cuides de mí! Tan sólo te digo que quiero acompañarte adónde quiera que vayas.
¡Tú sí que no lo entiendes! —le contestó Crad con el mismo tono de voz—. Parece que no tengas ni idea de cómo es Anielle ahora. No sé si lo sabes, pero lo que has visto hasta ahora no es nada comparado con lo que hay fuera de Adralish y del bosque que lo rodea.
¡ME DA IGUAL! —gritó Melissa, enfurecida—. ¡No quiero volver a estar encerrada! ¡Me dan igual los peligros que pueda correr! ¡No me importa si muero o no! ¡Yo sólo quiero ser libre de una maldita vez, sentir que mi vida me pertenece a mí y sólo a mí! —Paró para respirar e intentar calmarse, pero la furia, almacenada en su interior desde hacía tanto tiempo, había salido al fin, y ya no había forma de frenarla—. Sé que Yaiwey y Cede me cuidarían bien, estoy completamente segura. ¡Pero lo que yo quiero es respirar libertad!
Tras los gritos que Melissa había lanzado, el ambiente se quedó en un absoluto silencio, pues nadie se atrevía a decir nada. Yaiwey observaba a ambos jóvenes desde abajo. Nuevamente, nadie podría saber qué le estaba pasando por la cabeza en aquel mismo instante.
No —fue lo único que dijo Crad—. Si vienes conmigo, te arrepentirás. Créeme, dentro de un tiempo me agradecerás que no te haya permitido acompañarme.
El silencio volvió a golpear a los tres. Para Melissa, aquel silencio fue más que un simple tramo de tiempo donde todo permanece quieto y nadie se atreve a hablar. Aquel silencio para ella fue crucial, y sintio cómo las tinieblas volvían a invadir su corazón. Presionada, angustiada... Furiosa. Varios sentimientos cobraron vida en su interiorcon mucha más fuerza de lo normal.
Pero... —susurró en un último esfuerzo.
Crad negó con la cabeza. Estaba claro que nunca cedería.
Te odio —fue lo último que dijo Melissa antes de lanzar un grito de frustración y encaminarse hacia su habitación para luego cerrar la puerta tras de sí con un sonoro portazo.
Ya con intimidad, Melissa apoyó la espalda en la puerta y se frotó el colgante. Miró hacia el techo de la habitación y guardó silencio. Sus pies estaban fríos, casi congelados. Pero ni siquiera parecía sentirlos. Tras varios minutos de tranquilidad, bajó la cabeza con lentitud hasta que sus ojos quedaron observando su cama directamente. Entonces, un nuevo ataque de rabia la quemó por dentro. Se abalanzó hacia delante, cogió las sábanas y empezó a tirar de ellas mientras lanzaba gritos ahogados al aire. Sabía que parecía una loca, pero no le importaba. Ya nada le importaba. Había descubierto que su vida se basaba en salir de un sitio claustrofóbico para entrar en otro; con mejor gente, pero encerrada al fin y al cabo. Cuando las fuerzas abandonaron su cuerpo casi por completo, se dejó caer sobre el colchón desnudo, agotada. No lloró. No gimoteó. No pronunció palabra alguna. Tan sólo se dedico a observar la ventana y la luz que entraba por ella. Esta se dirigía plenamente a su bandolera abandonada en una silla.
Su bandolera...
La única prueba que le quedaba de su vida pasada.
La observó durante un rato. Allí aún guardaba su cuaderno de dibujo con su estuche. Recordó que en uno de los bolsillos guardaba una pulsera que se había encontrado en medio de la carretera uno de esos días que había decidido escaparse del orfanato. Estaba compuesta por varias bolas plateadas, cuyas acompañaban a otras bolas cilíndricas —algunas alargadas, otras achatadas— de ligeros grabados. Tras una cuenta achatada, otra de bola, otra de cilíndrica con una especie de grabado floral, otra de bola y otra achatada, había un trozo de piedra azul marino. Tres en cada tramo, separadas entre sí por una bola plateada. Le había gustado el diseño, y por eso se la quedó.
Los pensamientos empezaron a vaguear por su mente. No supo cómo llegó a la conclusión que le cambiaría la vida por completo, pero el caso es que se incorporó y asintió con la cabeza para sí misma.
Crad podría ser todo lo tozudo que quisiera. Pero ella lo era aún más.


La oscuridad invadía cada rincón. A primera vista, parecía que no había ningún ser vivo presente, pero no era así. Algunos humanos vestidos con gruesas armaduras plateadas vigilaban que ningún intruso se adentrara en aquella parte del castillo. La más importante, la más grande... la más siniestra.
Al fondo de un largo pasillo, había un gran portal compuesto por dos puertas de hierro enormes. Todos sabían que al otro lado de estas se encontraba un ambiente repleto de una oscura sensación. Cualquier humano que atravesase las puertas quedaría mudo ante el terror que rezumaban las cuatro paredes de la estancia.
Pero, a pesar de ello, había gente en su interior. Humanos completos no, pero sí seres parecidos, con mentes malvadas y adictos a las muertes.
Unas pequeñas manos, pálidas como la cal, movían el agua de una pila de piedra. Esta agua no era corriente, pues brillaba con un tono azulado. Hasta aquello, que podría ser bello, parecía terrorífico en medio de la sala.
¿Has encontrado algo?
La voz retumbó por toda la estancia. Imponía y desprendía una horrorosa sensación a aquel que la escuchara. Pero la personita a quien se dirigía estaba demasiado acostumbrada a escuchar a aquel hombre.
Siento algo, señor —respondió con una voz dulce e inocente—. Pero no consigo ver nada aún. Algo me impide que avance. —Hizo una pausa para concentrarse mejor—. Creo que la envuelve un hechizo muy potente, mi señor.
El peor resoplido del mundo se escuchó por toda la estancia. Incluso a aquel que estaba con la mano en el agua se le pusieron los pelos de punta.
Eso es que no lo has intentado lo suficiente —gruñó el hombre—. Esfuérzate más.
La persona lanzó un gemido y retiró la mano bruscamente, pero luego volvió a posar la yema de sus dedos ligeramente en ella, para que su señor no se enfureciera y se le pasara por la cabeza matarla allí mismo.
En la superficie del líquido, las ondas del movimiento formaron círculos que se dilataban hasta estrellarse contra los bordes de piedra. Tras unos escasos segundos, se calmó completamente. Sólo entonces se pudo observar con claridad a un chico de unos diecisiete años observando el fuego de una chimenea. Su cabello era castaño, y sus ojos color avellana. Parecía triste o afectado por algo. De repente, sus labios se movieron, pronunciando algo que ellos no oyeron. Una segunda figura anciana apareció en escena. Sólo se le veía la espalda, pero a penas avanzó unos pasos cuando los dedos de la persona, que aún estaban en el interior del agua, se levantaron de sopetón, acompañados por un grito ahogado.
El hombre gruñó.
¿Qué ocurre ahora? —preguntó con cierto tono enfurecido.
No lo sé... —murmuró la personita—. Una extraña fuerza me ha golpeado en mi interior. Me quemaba... —decía con la voz débil, a causa del miedo.
Se hizo un silencio intenso, que le provocó un escalofrío a aquel pequeño ser. Algo peor que la voz de su señor eran sus silencios.
Ella no estaba allí —dijo la voz masculina de repente—. Debes mejorar tu magia. Si algún día conseguimos encontrarla, necesitaremos también que se oiga lo que dicen.


El amanecer llenaba todo el cielo, tintándolo de colores anaranjados en le horizonte y azules sobre los árboles. Los primeros rayos de luz iluminaban a una figura cubierta por una capa azul claro. Parecía nerviosa, ya que miraba a su alrededor, como buscando algo en concreto. O a lo mejor estaba huyendo de algo... o alguien.
Adralish quedaba ya bastante lejos, pues las casas se veían diminutas desde allí.
Cruzó una esquina para seguir un camino que iba directo hacia el bosque. Hasta entonces, todo había ido a la perfección. Nada había entorpecido su plan, y parecía que al fin tenía buena suerte.
Pero todo se esfumó cuando sintió un peso sobre su espalda. Enseguida entrevió el resplandor de la hoja de una daga apoyada sobre su cuello. Maldición. Ya le extrañaba que todo le hubiera ido tan bien durante el trayecto.
¡No tengo dinero! —exclamó asustada—. ¡No llevo nada de valor encima, se lo juro!
Sintió cómo los brazos de su atracador temblaron ligeramente. ¿Por qué? Algo parecía haberle sorprendido. Una mano le tiró de la capucha, llevándose consigo varios pelos de su cabeza, lo cual le provocó una leve punzada de dolor. «¿Qué demonios se supone que está haciendo?», se preguntó. Las pulsaciones de su corazón se aceleraron desmesuradamente en el momento en que aquel que la había amenazado con la daga la obligaba entonces, cogiéndola por los brazos, a que se volviese hacia él.
¿Melissa? —dijo este, con los ojos abiertos como platos a causa de la sorpresa.
¡Crad! —exclamó Melissa, igual de sorprendida.
¿Qué haces tú aquí? —preguntó Crad algo furioso.
¿Y tú qué haces apuntándome otra vez con una daga? —habló Melissa puntualizando descaradamente el otra vez.
He preguntado yo primero.
¡Tú no respondiste a mi pregunta!
Hubo un tenso silencio entre los dos, durante el cual ambos se miraron a los ojos fijamente. Melissa observó el reflejo del Sol ya saliendo en los ojos del chico. Ninguno supo cuánto tiempo pasaron así.
Has venido a buscarme —dijo Crad finalmente.
¿Creías que me iba a quedar allí de verdad? —preguntó Melissa cruzándose de brazos.
Estaba claro que esa pregunta era retórica, no exigía una respuesta.
Eres demasiado tozuda —objetó Crad—. No tienes ni idea de lo que has hecho.
Ya te dije que me daba igual —le recordó ella.
Crad no habló. Se quedó mirando a Melissa unos segundos, cavilando sobre la situación y lo que se le venía encima. Se fijó entonces en la capa que la joven llevaba.
¿De dónde has sacado esto? —le preguntó cogiendo un extremo de la tela. Era suave y parecía muy cálida.
Creo que es un regalo de Yaiwey —respondió ella mirándose de arriba a abajo—. Estaba sobre el sofá, bajo un trozo de papel que ponía mi nombre.
Ambos callaron nuevamente.
¿Entonces estás segura de que quieres acompañarme? —preguntó Crad cambiando de tema.
Sí —respondió Melissa sin pensárselo dos veces—. Ya tomé una decisión.
Él suspiró.
Está bien —aceptó resignado—. Pero recuerda mis avisos —añadió levantando el dedo índice ante los ojos azules de Melissa.
Una sonrisa de satisfacción y alegría entremezcladas iluminó el rostro de ella.
«Al fin», pensó. Ya lograba entrever su sueño.


Yaiwey tenía los brazos cruzados sobre su pecho y miraba el cielo a través de la ventana del comedor, pensativa. Hacía ya un rato que se encontraba en esa posición.
Melissa... —pronunció una vocecilla a su espalda.
Yaiwey se giró bruscamente, descubriendo a una Cede en camisón y un rastro de tristeza en su rostro angelical. Aún llevaba las dos trenzas que Melissa le había hecho la noche anterior. Se había ido a dormir con ellas, así que ahora estaban desechas casi totalmente.
Se ha ido con él, ¿verdad? —terminó la niña.
La anciana no pudo evitar sonreír.
Sí, querida —respondió—. Pero tranquila, ya sabes que él la cuidará bien.
Ya... —murmuró Cede agachando la cabeza—. Me caía muy bien... Como le pase algo, lo mato.
Yaiwey rió levemente y se acercó a Cede. Se agachó y la abrazó con fuerza. La quería como si fuera su propia nieta. Fue entonces cuando sintió algo extraño en la muñeca de la niña. Se apartó y le cogió la mano, para así observar mejor una pulsera de cuentas plateadas y piedras azul marino.
¿Y esto?
Creo que es de Melissa —respondió ella observando su propia pulsera—. Estaba en mi mesita cuando me he despertado.
En el rostro de Cede apareció una sonrisa feliz. Volvió sus alegres ojos hacia los de Yaiwey tras unos segundos de silencio.
¿Volverán? —preguntó.
Yaiwey la abrazó nuevamente, con amor.
Por supuesto que sí, cariño —le respondió. Luego, su expresión cambió por completo. Abrió los ojos y miró hacia la oscuridad—. Por supuesto que sí —repitió, esta vez con un tono de voz distinto al anterior.
Cualquiera que hubiera visto su expresión podría haber intuido que no parecía del todo convencida, que estaba realmente preocupada por los dos jóvenes, cuyos acababan de embarcarse en una larga aventura que pondría a prueba sus vidas repetidas veces.

lunes, 9 de enero de 2012

[L1] Capítulo 5: Recuerdos que vuelven y esperanzas que se van


Se miró en el espejo una vez más. No, aquello no iba con ella.
Lo primero: la falda, de color azul cielo y larga hasta los pies. ¿Cuánto tiempo hacía que no llevaba falda? Unos ochos años quizás. No lo recordaba muy bien. Ahora se encontraba extraña e incómoda sin sus vaqueros.
Luego estaba la blusa blanca. Al principio había creído que tenía un escote de vértigo, pero después había descubierto que, realmente, tenía que estar abierto, con los hombros al descubierto.
Y aún le quedaba una cosa por ponerse, que descansaba sobre la silla, esperando ser puesta. Lo miró con recelo. Era una especie de corsé para abrocharse encima de la blusa. Tras unos segundos de intensas miradas, lo cogió bruscamente y abrió la puerta del baño, asomando su cabeza tímidamente.
Yaiwey —llamó.
No está —le contestó una voz que Melissa enseguida reconoció. Fue entonces cuando se percató de que él estaba sentado en el alféizar de la ventana—. Ha ido con Cede al mercado. ¿Qué quieres?
Melissa maldijo por lo bajo. No podría haber tenido peor suerte.
Nada, tenía algunos problemas con el traje, pero da igual —respondió agarrando el corsé fuertemente con la mano izquierda. Sintió una punzada de dolor y recordó la caída. No pudo evitar gemir levemente.
Crad frunció el ceño.
¿Qué pasa?
Melissa se mordió la lengua.
Nada, nada. —Vio que no la creía en absoluto—. De verdad.
Crad se encogió de hombros y siguió mirando por la ventana, ausente. Pasaron unos segundos hasta que Melissa decidió entrar en la habitación y cerrar la puerta del baño tras de sí. Caminó hacia Crad hasta que sólo un metro los separaba. Se quedó quieta, de pie. Sabía que Crad había advertido su cercana presencia, pero la estaba ignorando.
Al final, cogió una silla, la arrastró hasta colocarla delante del joven y se sentó en ella, con el corsé sobre las piernas y los brazos cruzados en el pecho.
Crad la miró interrogante. Esperó a que hablara, paciente.
¿Por qué les has mentido? —preguntó Melissa, sin rodeos.
Hubo unos momentos de silencio que a Melissa le parecieron eternos. Examinó la reacción de Crad. Pero este seguía impasible.
¿Qué es un orfanato?
La pregunta sorprendió a Melissa. El recuerdo de todos aquellos años la golpeó con fuerza, y tuvo que esforzarse para que los ojos no se le humedecieran. Ella nunca había llorado, y no lo iba a hacer entonces.
Yo pregunté antes —le contestó ella, copiando su inexpresividad.
Pues entonces no te respondo —terminó Crad volviéndose de nuevo hacia la ventana.
Estúpido.
Nada. Melissa se extrañó. Antes Crad no era así. Observó cómo sus ojos miraban el exterior, buscando algo en concreto. Un mechón de pelo le cayó sobre sus ojos marrones, y se lo quitó rápidamente con la mano. Ni eso le desvió de su búsqueda.
Un orfanato —bufó Melissa resignada, atrayendo la mirada curiosa de Crad— es una casa donde habitan los niños huérfanos de padres. Allí trabaja gente que cuida de ellos, y a veces viene gente a adoptarlos. Eligen a un niño, se lo llevan a casa y lo crían como si fuera su propio hijo.
¿Y os cuidan bien? —siguió preguntando.
Melissa se mordió el labio inferior.
Depende de quién se encargue —le explicó—. Como en todos los sitios, hay gente buena y otra que tiene otros ideales de educación.
¿Por qué estaban teniendo esa conversación? En cierto modo, Melissa se estaba descubriendo a sí misma. Se había prometido que sería una habitante más de Anielle, y que su pasado ya no existía para ella. Pero respondiendo a aquellas preguntas, su propósito corría un grave peligro.
Entonces Crad fue bajando la mirada hasta la cintura de Melissa. Ella se sonrojó sin poder evitarlo. De repente, rompiendo el tenso silencio que se había formado entre ellos y la expresión insensible que mostraban ambos, Crad rió. Melissa frunció el ceño y se enojó rápidamente.
¿Y ahora qué te pasa? —preguntó alzando la voz.
Crad la miró con una sonrisa burlona dibujada en el rostro.
Se ve que no sueles vestir de chica —dijo inesperadamente— ¿De verdad que no eres un chico?
Al principio, Melissa no lo entendió. Pero luego, cuando bajó la vista y vio el corsé, se puso roja como un tomate. Fulminó a Crad con la mirada.
Eres un imbécil —le dijo mientras le brillaban los ojos de forma amenazadora.
Se levantó de la silla —que se estrelló contra el suelo del empuje— y dio grandes y sonoras calzadas hasta salir de aquella habitación, donde Crad aún reía. Se sorprendió al toparse con Yaiwey y Cede, que justo entraban en la casa con una cesta cada una. Al ver la expresión enfurecida de Melissa, Yaiwey dejó la cesta en el suelo y se acercó corriendo hacia ella.
¿Qué te ocurre, querida? —le preguntó inmediatamente—. ¿Qué te ha hecho ahora?
Nada —bufó Melissa, sabiendo a quién se refería sin necesidad de más explicaciones. No tenía ganas de hablar.
Yaiwey echó un vistazo al interpelado, que seguía riéndose sentado en el alféizar de la ventana. Lo fulminó con la mirada y volvió la cabeza hacia Melissa. Tras unos segundos mirándola de arriba a abajo, descubrió el corsé en su mano. Sonrió.
¿Que no te lo sabes poner? —preguntó Yaiwey amablemente.
No... —murmuró Melissa, agradeciendo que Yaiwey cambiara el tema de conversación.
Las risas se alejaron. Crad se había encerrado en el baño. Ninguna de las tres le hizo el más mínimo caso.
Tranquila, que yo te ayudo —se ofreció generosamente, quitándole el corsé de la mano.
Dio la enorme casualidad de que Melissa tenía la prenda cogida con la mano izquierda, y cuando Yaiwey se la quitó, ella tuvo que hacer un gesto extraño, por lo que un dolor atroz se le vino encima.
Cede, que la había estado observando todo el tiempo, vio su mueca de dolor.
¿Es que te has roto la mano? —preguntó.
Melissa la miró, adoptando una sonrisa de agradecimiento.
No es nada, de verdad...
No le dio tiempo a añadir nada más, pues Yaiwey ya le había cogido su mano y la investigaba concienzudamente. Mostró una expresión asombrada tras varios segundos de pleno silencio. Miró a Melissa, con ambas cejas arqueadas.
¿Cuánto tiempo hace que te duele?
Pues... —¿Cuánto tiempo hacía? ¿Dos horas? ¿Tres? No lo sabía—. Unas dos horas quizás...
Te la has roto —informó Yaiwey enseguida—. Ven, que te la curo.


Syna caminaba sin rumbo alguno, esquivando a toda la gente que pasaba por la calle. Algunos se volvían a observarla mejor. Sus ojos los dejaban mudos. Otros, en cambio, pasaban de largo, ignorándola con cierto sentimiento de desprecio. Pero a ella todo aquello le daba absolutamente igual. Su mente estaba demasiado ocupada asimilando lo que acababa de ocurrirle.
Los recuerdos de cuando era una niña indefensa volvían a su memoria. Los había creído perdidos, pero al parecer, estos no querían ser olvidados.

¡Por ahí! —gritaba un guardia—. ¡La he visto, se ha escondido en aquel callejón!
Sabía que se refería a mí, por lo que corrí como si no hubiera mañana hacia la dirección contraria. Tarde o temprano me iban a encontrar; lo había asimilado desde hacía tiempo.
Zigzagueé por entre las oscuras y tenebrosas calles. Había conseguido esconderme tras unos barriles durante toda la noche. Faltaban unos minutos para el amanecer cuando me encontraron. Yo, al ser más pequeña que ellos, pude escurrirme y salir pitando hacia ninguna dirección en concreto. Sabía que sólo me quedaba aquella salida. Correr.
Si me paraba a pensar, era deprimente que estuviera en aquella situación el día de mi noveno cumpleaños. Pero la vida que me había sido otorgada consistía en aquello: huir de las autoridades, mentir sobre mi origen y vivir en pésimas condiciones. Todo hubiera sido más fácil si...
No quise pensar en ello. Estaba en una situación peliaguda, y necesitaba concentrarme y utilizar los cinco sentidos —seis, si también contaba mi pequeño don—. El instinto hizo que siguiera un determinado camino. Nunca lo había recorrido, pero no había tiempo para estrategias. Mi limitada mente infantil no podía hacer grandes esfuerzos mientras mi corazón oprimía a los otros órganos de tan alterado que estaba.
Terminé en un callejón sin salida. Me detuve, al borde de las lágrimas.
«Ante todo, sé fuerte, mi pequeña».
Las palabras de mi madre volvieron a mi memoria. Logré oír los pasos de los guardias que se acercaban. ¿Estaba perdida? No. Aún me quedaba una cosa por intentar.
Apreté los puños con fuerza, cerré los ojos y me concentré. Sabía que no podría lograrlo estando tan nerviosa, por eso intenté calmarme lo antes posible. Parecía que lo lograba. Aquella sensación recorría mi cuerpo de arriba a abajo, proporcionándome un sentimiento de poder indescriptible. Sentía que mi interior explotaba. Eso se sentía eufórico al ser liberado por fin. Y es que nunca me había atrevido a mostrar mi otra parte.
Pero entonces una extraña debilidad nubló mis sentidos. Mis rodillas empezaban a temblar, amenazando con doblarse. Abrí los ojos y dejé de concentrarme. Intenté anular todo el poder que había liberado, pero este me había dejado demasiado débil. Había abusado de él, y aquello no era bueno en alguien tan inexperta y pequeña como yo.
Con las últimas fuerzas que me quedaban, intenté llegar hasta el portal de una puerta. Allí podría ocultarme si los guardias llegaban.
En el momento en el que me apoyé en la puerta, pude sentir la presencia de uno de los hombres que me buscaban. No sabía si había logrado verme o no; el caso es que se acercaba.
Mis alientos eran desesperados, por mucho que me esforzara por hacerlos silenciosos. Tenía la tentación de tirarme en el suelo, pero mi alma me lo impedía. Esta se aferraba a la vida más que nunca, sufriendo a su vez.
Él estaba cerca. Lo percibía. Me arrebujé contra la esquina, pero las esperanzas de sobrevivir se escapaban por momentos. Las respiraciones pausadas de aquel enorme hombretón ya estaban cerca. Podía oler incluso su sed de sangre. Qué lástima. Posiblemente pensaba que servir a un señor que se había autoproclamado gobernador le haría feliz.
Los primeros rayos de luz provenientes del cielo —que ya empezaba a clarear— me dieron en la cara. Los observé, maravillada. Disfruté de aquel momento como nunca antes lo había hecho, pues estaba segura de que sería la última vez que viera la luz.
Y entonces la puerta sobre la que estaba apoyada se abrió de sopetón, y una mano me tiró hacia atrás, llevándome al interior de la casa. Yo, con lo débil que estaba, caí al suelo, desfallecida. Pequeños puntos de colores causados por la cegadora luz de la estrella me ayudaron a no poder observar con claridad qué ocurría ante mis ojos. Por eso me sorprendí al sentir una gota de líquido estrellarse contra mi tobillo. Miré en esa dirección y descubrí un pequeño punto rojo que se corría hacia abajo lentamente.
Sangre.
Dirigí mi mirada hacia el guardia; estaba muerto en el suelo, con un cuchillo sobresaliéndole del pecho. Fue entonces cuando se me ocurrió investigar a aquel que me había salvado la vida.
Era un hombre de cabellos negros y ojos del color del cielo. Me sonreía.
No supe por qué, pero adiviné quién era. ¿Instinto? ¿Mi sexto don? Ni idea. Lo único que sentí a continuación fue una inmensa paz y confianza. No cabía duda de que había llegado a mi hogar.
Y luego, me desmayé.

Frustrada, se dirigió hacia una esquina y golpeó su puño contra la pared de piedra de una casa. Los recuerdos la mataban por dentro, golpeando sus entrañas y haciendo que se sintiera confusa y débil.


El fuego de la chimenea era cálido, cosa que Melissa agradeció, dado el frío que hacía fuera. Había descubierto que, aunque durante el día el ambiente era primaveral, en la noche las temperaturas disminuían notablemente.
En aquel momento, le estaba haciendo un par de trenzas a Cede. Esta se había acomodado en el suelo y sonreía con gran felicidad. Yaiwey intentaba aprender a hacer aquel extraño peinado, observando con curiosidad. Crad tenía la vista fija en el fuego, sentado sobre una butaca roja, ausente a todo lo demás y perdido en sus propios pensamientos. Tan sólo el crispar de las chispas rompía el silencio sepulcral de la estancia.
Al fin, Melissa terminó de hacer las trenzas. Cede cogió un espejo que tenía preparado en la mesa, ante ella. Sonrió aún más al ver el resultado. Luego, se volvió hacia Melissa y la abrazó con fuerza y cariño. Ella le devolvió el abrazo, agradecida. Hacía muy poco tiempo que se conocían, pero ya se habían encariñado y no podían separarse la una de la otra.
Un extraño instinto condujo su mirada hacia la posición que ocupaba Crad. Pudo observar, con sorpresa, que este las estaba mirando y... ¿aquello era una sonrisa? ¿Estaba sonriendo? No pudo averiguarlo del todo, pues él enseguida adoptó la misma expresión indiferente de siempre y desvió la mirada de nuevo hacia la chimenea.
Cede —llamó Yaiwey—. ¿Puedes ir a buscar mi libro, por favor?
Ya voy yo —irrumpió Crad, levantándose ya de la butaca.
¡No! —exclamó Cede—. Me lo ha dicho a mí —indicó señalándose a sí misma con el dedo índice.
Pero si tú no llegas a la estantería —contestó él encaminándose hacia la habitación de al lado.
¡Mentira! —gritó Cede echando a correr para avanzar a Crad.
Ambos salieron del salón entre empujones y gritos.
Hermanos... —murmuró Yaiwey observando la puerta, ahora solitaria—. Se quieren, pero a veces no dejan de discutir.
Melissa dirigió su atónita mirada hacia la anciana.
¿Son hermanos? —preguntó.
Oh, por supuesto, querida —le respondió ella—. ¿Es que no lo sabías?
Melissa negó con la cabeza encogiéndose de hombros. ¿Cómo iba a saberlo si nadie se lo había dicho? Pero una tremenda duda asoló su mente.
¿Y sus padres?
Yaiwey clavó su mirada en el suelo, melancólica, y Melissa pudo observar una cierta sombra de tristeza en su rostro.
Sinceramente, no lo sé —dijo sin moverse ni un centímetro—. Los encontré hará unos seis años, cuando Cede apenas tenía dos y Crad once. Estaban en una calle, muertos de hambre y frío. Crad abrazaba a Cede amorosamente, y enseguida supe que eran hermanos. Los acogí en casa, pero ellos nunca me quisieron decir dónde estaban sus padres ni qué los había llevado a aquel estado. —Posó sus verdes ojos en los azules de Melissa, e intentó que su expresión fuera la misma de siempre—. De todos modos, si ellos no querían contármelo, no les iba a obligar.
Melissa asintió, pero su conciencia estaba lejos de allí. Intentaba imaginarse a un Crad débil y sucio, tirado en una calle sin ningún arma ni esa expresión de valentía que poseía. Pero no pudo. Era algo demasiado terrible como para que ella lo pudiera soportar.
Fue entonces cuando Cede entró en la sala, con un grueso libro en sus brazos y una sonrisa de satisfacción dibujada en el rostro. A su espalda caminaba Crad.
La niña dejó el libro sobre la mesa, y bostezó instantáneamente. Sin poder evitarlo, Melissa también lo hizo, sentada en el sofá.
Deberías irte a dormir —le dijo Yaiwey a Cede mientras le frotaba la mejilla. Luego miró a Melissa con una sonrisa cómplice—. Y creo que tú también. Hoy ha sido un día duro para ti.
Ella asintió. Estaba completamente de acuerdo.


Una luz blanca y pura se filtraba por la ventana de la habitación, acariciando el rostro de una Melissa con la expresión cansada y ojerosa. Su camisón era suave y cálido, su cama mullida y cómoda, y la habitación sencilla y acogedora. Aún así, no había manera de pegar ojo. Habían pasado horas, y ella seguía igual. Resoplando, se incorporó y posó sus descalzos pies sobre el frío suelo de madera.


Está decidido —dijo Crad—. Tengo que irme ya.
Miraba el cielo estrellado a través de la ventana, con las palmas de las manos sobre su cuero cabelludo. Yaiwey seguía sentada en su butaca, con el libro sobre sus rodillas.
Pero acabas de llegar —se quejó. Por su tono de voz se podía adivinar que llevaba un tiempo insistiendo.
Crad la miró fijamente.
No puedo perder tiempo —explicó—. Me han avisado de que unos miembros de la Séptima Estrella que habitan al sur de Herielle necesitan ayuda con las autoridades. Mi deber es ir allí.
¡Pero Cede se pondrá muy triste si te vas ahora! —exclamó Yaiwey con preocupación.
No puedo hacer nada más —se excusó Crad.
Yaiwey se quedó callada, mirando a Crad con un rostro que no mostraba expresión alguna, lo que inquietó un poco a Crad. Siempre había sentido curiosidad hacia los pensamientos de esa anciana que había actuado como una madre para su hermana y para él, sin nunca importarle.
¿Y Melissa? —preguntó de repente—. ¿Qué pasa con ella?
El rostro de Crad se endureció, y desvió la mirada de nuevo hacia el exterior.
Se quedará aquí, con vosotras —decidió.
Sabes que nunca lo aceptará.
No tiene más remedio. Si se viene conmigo no sobreviviría. Es demasiado débil.
El silencio reinó en la estancia. Crad supuso que Yaiwey ya no iba a añadir nada más, por lo que se dirigió hacia las escaleras para subir al piso superior y preparar sus cosas. Su sorpresa fue grande cuando se encontró a una sombra sentada en el último escalón. La blanquecina luz del astro que se alzaba en el cielo le permitió ver unos ojos azules y penetrantes. Se quedó mudo, observando la expresión de la joven. No sabía con certeza qué era lo que mostraba esta, pues era indescriptible.
En el piso inferior, Yaiwey ya se había acercado para observar la escena. Lo había previsto con antelación.
Quiero ir contigo —dijo Melissa de repente, serena y seria a la vez—. Llévame contigo al sur, Crad.