Miembros de la Séptima Estrella

miércoles, 29 de febrero de 2012

[L1] Capítulo 11: La despedida

Es un pelín más largo de lo normal, pero es para compensar el retraso.




Los elfos avanzaban lentamente guiados por el Jefe de Falesia y portando con ellos una camilla donde descansaba el cuerpo sin vida de Clarysse. Melissa iba la última, mirando al suelo y perdida en sus pensamientos. Alguien se le acercó, lo que provocó que alzara rápidamente la cabeza.
Era Valenanen, el elfo de pelo azul que tanta manía le había cogido.
Yo de ti iría recogiendo las cosas para marcharme –dijo secamente, sin mirarla siquiera.
Melissa quiso contestarle varias cosas, pero decidió que callarse era lo mejor, pues sabía que aquel no era el mejor momento y que tenía toda la razón del mundo. Dada la situación, no era una buena idea que una humana desconocida estuviera pululando por Falesia siendo la principal sospechosa de la muerte de una elfa.
Con un suspiro resignado, se alejó de la acumulación de elfos para meterse en la cabaña donde había pasado la noche. Una vez dentro, se dirigió directamente al rincón en el que había tirado su bandolera y su odiado corsé azul. Se arrodilló para aferrar el asa de la bandolera, pero algo le impidió levantarse. Pasó unos segundos quieta en el suelo, hasta que ni siquiera sentada pudo soportar el peso de su cuerpo y tuvo que apoyar la espalda en la pared de tela. Hacía dos noches que apenas dormía, y para ayudar, aún no tenía la certeza de saber dónde estaba.
Otro mundo, Melissa –se dijo en voz alta–. Estás en Anielle. Otro mundo.
Aquellas palabras le sonaron tan raras, que se extrañó de haberlas pronunciado ella misma. Había intentado demasiadas veces aclararse la mente, pero la presión le podía. Cuando estaba huyendo del orfanato, no pensaba que fuera a presenciar una muerte en vivo y en directo. Era algo tan... irreal. Le costaba creer que la vida de alguien dejara de existir tan fácilmente. Descubrió entonces la inocencia con la que se había criado.
Los párpados le empezaron a pesar y sus ojos se le cerraron lentamente. Apoyó la cabeza y dejó que los pensamientos la invadieran.
Cuando un ligero roce acompañado por un leve gemido la despertó de su ensimismamiento. Tensando todos sus músculos y aferrando más fuerte su bandolera, buscó con la mirada aquello que la había sorprendido, y se topó con una pequeña bola peluda y negra de ojos color zafiro tremendamente familiares. Las orejas y la forma de su cola delataba que pertenecía a la misma raza que Seisha. Cosa que aún le extrañó más. Si tan escasa era esa raza, ¿por qué había una cría en la cabaña?
Solamente había una explicación.


«Huele a... muerte», pensó Syna mientras olfateaba el ambiente.
Se había escondido tras un grueso tronco y observaba su alrededor. En las partes superiores de los árboles había cabañas y puentes colgantes que comunicaban estas entre sí. Un grupo de elfos avanzaban coordinados, haciendo que parecieran una sola mancha todos juntos. Gracias a los escasos huecos que se formaban y a la agudizada vista de Syna, la joven logró ver a una niña tumbada sobre una camilla. De ella no emanaba ningún tipo de energía, por lo que enseguida supo a qué se debía ese irritante olor.
Sus ojos se pasearon por todas las cabezas, buscando a esa persona. Pero lamentablemente, no la encontró. Allí no estaba.
Súbitamente, su mirada se detuvo en el Jefe de Falesia, esa figura envuelta en una capa gris. En un auto reflejo, aferró con más fuerza el mango de su afilada espada.
«Pero ese... –pensó frunciendo el ceño–. ¿Ese no es...?».
Un horripilante sonido la alejó de cualquier pensamiento razonable. Era muy grave y se asemejaba a cincuenta rocas rodando por un precipicio. Miró hacia arriba. En la copa del árbol más alto había un elfo bufando por la boquilla de un alargado objeto terminado en una abertura de campana.
Era un aviso. ¿De qué? Solo le hizo falta desviar la mirada hacia la entrada de Falesia para descubrir que el fuego ya se les había echado encima.


Crad corría delante de Elybel, quien se había quedado algo arrezagada –cosa no muy común en ella–. El chico iba directo al centro de Falesia, donde los demás elfos comenzaban a ponerse extremadamente nerviosos. Ellos no habían percibido el peligro dado que estaban demasiado ocupados con el recién asesinato.
De repente, Elybel se estrelló contra la espalda de Crad, que se había detenido sin previo aviso. Iba a quejarse cuando descubrió a Melissa saliendo de una cabaña con un animal en brazos.
Un animal con los mismos ojos que Seisha y demasiado parecido a ella, mas que este tenía el pelo negro y no color crema. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su compañera animal ya no estaba allí.
Melissa –murmuró Crad. Su voz sonaba taponada para Elybel, dado que esta estaba tras su espalda–. ¿Dónde has encontrado a ese beinchog?
Entró solo en la cabaña –respondió Melissa algo pálida. Eso, las enormes ojeras que tenía bajo sus ojos y la venda en la mano izquierda, le hacía aparentar un aspecto lamentable.
¿Pero de dónde salió?
Cradwerajan –llamó entonces Elybel, tirándole de la tela de su camisa–. Creo que tenemos la respuesta aquí mismo.
El joven se volvió, y su cara adoptó una expresión de asombro insuperable.
Cuatro cachorros se ocultaban tras una imponente y materna Seisha. Y unos metros más atrás, escondido tras unos arbustos, otro beinchog oscuro, más viejo y mal cuidado.
¿Cómo...? –pronunció Elybel, sin salir de su asombro.
¡SE QUEMA, SE QUEMA! –gritó una voz, alertando a todos–. ¡FALESIA SE QUEMA!
Sin pensárselo dos veces, Crad echó a correr, y Elybel volvió a quedarse atrás, quieta junto a Seisha, los demás cachorros y el supuesto padre.
La mano del joven enseguida aferró el brazo de Melissa, llevándosela por delante. La muchacha lanzó un quejido y apretó al animal que llevaba en brazos contra su pecho más fuertemente.
¡Crad! –gritaba apoyando todo su peso hacia atrás para evitar que el joven pudiera arrastrarla–. ¡Espera! ¡¿Y Elybel qué?!
Ambos volvieron la cabeza hacia la elfa. Esta caminaba lentamente hacia Seisha y sus cachorros, mostrando la palma de la mano delante.
¡¡Elybel!! –chillaron Crad y Melissa al unísono.
La nombrada desvió su mirada hacia ellos. En su rostro podía leerse confusión y emoción entremezcladas.
Pero no había tiempo para sentimientos. El fuego no esperaba.
¡Corred vosotros! –contestó Elybel sin dudarlo–. ¡Enseguida os alcanzo!
Pero... ¡No! –decía Melissa, llevando la contraria.
¡Vamos! –ordenó Crad, tirando con demasiada fuerza de la muñeca de Melissa–. ¡Ella sabe cuidarse sola!
¿Y los demás cachorros? ¡Me estoy llevando uno! ¡Estoy robándoselo a sus padres!
¡Luego te lo explico! ¡Ahora no hay tiempo!
Melissa decidió que tenía razón y corrió con él. Pero no avanzó ni tres pasos cuando entrevió algo que le llamó la atención. Sus ojos se abrieron inmensamente al descubrir una camilla en el centro de Falesia, con Clarysse encima de ella. Completamente sola.
No, no, no, no, no, no... –empezó a susurrar–. ¡CLARYSSE!
¿Quieres quemarte viva o qué? –preguntó Crad al borde de los nervios–. ¡AVANZA DE UNA MALDITA VEZ!
¡Pero Clarysse está...!
No le dio tiempo a terminar la frase. Crad la cogió al vuelo por la cintura y se la llevó en brazos. Melissa enseguida se puso a chillar como una histérica, golpeándole con el puño derecho, mientras que sujetaba al cachorro de beinchog con la mano izquierda vendada.
De súbito, el olor a humo le hizo callarse. Giró la cabeza y se encontró que las ramas de los árboles más cercanos a la entada comenzaban a arder rápidamente.
Mio dio* (*Dios mío en italiano)... –fue lo único que pudo decir.
Las lágrimas amenazaban en aflorar al exterior, y el escozor de las cenizas favorecía mucho aquel hecho. Todo estaba ocurriendo demasiado deprisa.


Estaba allí mismo. Podía observarla con claridad. Sin pensárselo dos veces, dejó abandonado a su corcel negro, que se perdió entre los árboles alertado por el fuego, y corrió hasta los dos jóvenes.
Un par de metros más, y la joven de ojos dorados habría conseguido su misión.
Desenvainó su espada con elegancia y la blandió ante el joven de cabellos castaños. No tenía intención de matarlo, ella solo quería que soltara a la joven para poder llevársela consigo.
El filo de metal relució en el aire, y por unos segundos, sus ojos se encontraron con los del joven. En ese escaso tiempo pudo leer en su alma confusión, nerviosismo, sorpresa y un inesperado temor hacia ella.
Siempre aterrorizaba a todos. Lo sabía, pero ya se había llegado a acostumbrar.


Elybel observó cómo los cachorros huían junto a sus padres. Le preocupaban, pero tenía la certeza de que se salvarían. Aquella raza era muy resistente con las catástrofes naturales. Sonrió al ver que Seisha le dirigía una última mirada como despedida. No la detuvo, no le gritó, no hizo nada. Porque ese animal nunca le había pertenecido. Si había estado con ella había sido porque quería, y no por obligación. Así funcionaba esa raza.
Elybel –llamó una voz.
La elfa se dio la vuelta, topándose con el Jefe de Falesia ataviado con su típica capa grisácea.
Pero... Jefe... –titubeó. Había supuesto que era la última que quedaba allí.
El Jefe de Falesia ignoró la sorpresa de Elybel. Ante los agrandados ojos de la elfa, alzó las manos, dejándolas al descubierto. Las dirigió hasta su cabeza con cierto énfasis, y, con un sutil movimiento, tiró su capucha hacia atrás. Respiró profundamente y observó la expresión de Elybel, quien a penas podía mantenerse en pie.
Sonrió de lado y habló.


Cuatro pasos. Cuatro pasos le habían faltado para llegar a plantarse justo delante de los dos jóvenes. Pero un par de alterados elfos se habían interpuesto en su camino y casi la habían arrastrado junto a ellos. Cuando al fin había recobrado el equilibro, ninguno de los dos muchachos se encontraba allí. Los buscó a su alrededor y encontró al joven corriendo como alma que lleva el diablo hacia la misma dirección que todos.
Lanzó maldiciones por lo bajo y un grito de frustración al viento para finalizar. Luego, también ella comenzó a correr, más nerviosa de lo que debería estarlo.
Se abalanzó contra los elfos, dando codazos a diestro y siniestro, empujando, y de vez en cuando lanzando algún que otro golpe en alguna que otra costilla con el pomo de su espada.
¡El Jefe! ¡El Jefe! –gritaban varios elfos en su idioma.
Syna maldijo a ese Jefe en sus pensamientos, ya que los elfos comenzaron a alterarse aún más y a asfixiarla entre sus vientres y espaldas. Era alta, pero aquellos elfos aún lo eran más. Fue entonces cuando un atisbo de esperanza arremetió contra ella, y logró ver a través de un pequeño hueco, a los dos jóvenes. La chica llevaba un cachorro entre sus manos. Eso era nuevo.
Alargó el brazo instintivamente. Frustrada, descubrió que no podía rozarla por culpa de unos escasos centímetros. Se estiró todo lo que pudo, pero todos la oprimían, por lo que le era difícil moverse, y toda una misión imposible lograr respirar.
¡Ahí está!
Syna sintió que el aire volvía a llenar sus pulmones, pero también descubrió que la joven se alejaba de su alcance. Los elfos habían formado un pasillo con la intención de dejar pasar al Jefe de Falesia, pero con la mala suerte de que este las separaba a ambas. Maldición.
El Jefe caminó tranquilamente a lo largo del pasillo, arrastrando el borde de su capa gris sobre la hierba. Syna frunció el ceño en cuanto este pasó, y lo observó con curiosidad por encima del hombro de un elfo que estaba delante suyo. De súbito, el Jefe se detuvo, y un tenso silencio se formó a su alrededor, solamente roto por el crepitar de las chispas que se acercaban.
¿A qué demonios espera? –oyó que la joven le susurraba al chico de ojos color avellana. Se había bajado de sus brazos, posiblemente a puñetazos y patadas.
Melissa, cállate –le ordenó él.
Syna se quedó mirándolos un momento. Así que su nombre era Melissa...
Todos los niños y mujeres primero. Venga, no hay tiempo que perder –saltó el Jefe de repente, hablando en el idioma de los rebeldes.
Pero, ¿y las casas? ¿Y los árboles? ¿Y Falesia? –comenzaron a espantarse los demás elfos.
¿Y Elybel? ¿Dónde está Elybel? –preguntó entonces Melissa.
Las nerviosas exclamaciones de los elfos ocultaron la voz de Melissa. Las mujeres elfas ya se dirigían hacia el muro, siguiendo al Jefe que avanzaba en cabeza.
Syna se quedó pensativa, mirando de un lado a otro. Por primera vez, no sabía qué hacer. Si se iba con los demás elfos por aquel estrecho hueco que sobresalía del gran muro, estos descubrirían que no era una de ellos, y podrían declararla principal sospechosa de provocar el fuego o cualquier otra cosa. Por eso mismo, tenía que huir dirigiéndose hacia otro lado.
Pero luego estaba esa Melissa. Debía protegerla, quedarse con ella para asegurarse de que sobrevivía y luego llevársela consigo. Era su misión...
Descubrió que apenas las separaban unos tres o cuatro metros, y que si la muchacha volviera la cabeza hacia la izquierda, se encontrarían cara a cara. Pero, en cambio, Syna no podía hacer nada, porque, aunque la cogiera, no podría cargarla y escalar todo el muro de piedra sola.
Fue entonces cuando, inesperadamente, sus ojos se posaron en los del joven que la acompañaba. Él no la estaba mirando fijamente, pero se encontraba ligeramente inclinado hacia su posición, observando algo más allá de ella. Syna vio en él valentía, determinación, seguridad, fuerza...
Sí. Melissa sobreviviría con él.
Con un movimiento veloz y silencioso, se alejó de todos y comenzó a escalar el muro de piedra desde una perspectiva que los demás no pudieran verla, semioculta en las ramas que colgaban de los árboles.


Todos pasaban con rapidez ante su mirada. Melissa se encontraba completamente en blanco y clavada en el suelo, sintiéndose incapaz de moverse. Pero entonces, algo la empujó por la espalda, provocando que el equilibrio le fallara y tuviera que apoyar un pie delante rápidamente. Giró su cuerpo completamente a la velocidad del rayo. En efecto, se trataba de Crad.
Corre, ve –le dijo él impacientemente.
Melissa pestañeó un par de veces, anonada.
¿Cómo? Yo no pertenezco a Falesia. Los elfos tendrían que salir primero, es lo más justo –parloteó. Aunque algo en su interior le decía que las razones por las que no quería ir eran otras.
No tiene por qué –irrumpió una voz de la nada–. Ve.
Ambos jóvenes volvieron la mirada, encontrándose con el Jefe de Falesia.
Pero usted no estaba... allá arriba... –balbuceó Crad.
Estaba –enfatizo el Jefe. Estuvo un par de segundos en silencio–. He dicho que todos los niños y mujeres suban primero. Así que venga.
Dicho esto, corrió hasta el muro, y de un salto, se colocó delante de la fila. Todos se quedaron algo patidifusos al ver la elegancia y rapidez con la que el Jefe había realizado aquellos movimientos.
De nuevo, Crad empujó a Melissa.
Va, ve, corre –apremió Crad.
Pero, ¿y Clarysse? ¿Y los animales? ¿Y Elybel? ¿Y tú?–siguió insistiendo Melissa.
¡Que subas de una maldita vez! –le gritó el chico inesperadamente.
Melissa se lo quedó mirando, interrogante. Aún no había visto a Crad tan enfurecido, por lo que se quedó a cuadros unos segundos.
Por favor, vete. Aquí todo estará bien, te lo aseguro –murmuró Crad bajando el tono de su voz.
Su expresión parecía sincera, opinó Melissa. Pero el hecho de perderle le dolía. Él era el único con el que tenía más confianza, el único que la había podido soportar en el camino sin terminar de perder completamente la paciencia. Él era lo más parecido a un amigo que había tenido nunca.
Pero... –susurró débilmente.
Crad señaló al muro de piedra.
Vete y luego ya hablaremos, que tenemos un asunto pendiente tú y yo –le dijo, lanzándole una mirada que decía «te voy ha echar la bronca del siglo».
Melissa entrecerró los ojos con desconfianza, pero su vista se desvió hacia el interior de Falesia. Vio cómo el fuego avanzaba cada vez más rápido, sin piedad. No sabía por qué no los había alcanzado ya. Posteriormente, alargó el brazo y aferró la camisa de Crad.
Prométeme que no harás locuras de las tuyas. Sálvate el pellejo como sea –le dijo seriamente.
Eso te lo tendría que decir yo a ti, ¿no crees?
Melissa lo fulminó con la mirada.
Vale, vale. Te lo prometo, te lo prometo –contestó alzando las palmas de las manos.
Bien.
Vaciló un poco al separarse de él. Aún no estaba del todo segura de lo que debería hacer. ¿Quedarse allí? Crad no se lo permitía. ¿Huir? No le parecía justo, dejando a su compañero de viaje allí abajo.
Sin darse cuenta, se vio subiendo por el muro de piedra junto a mujeres elfas y niños elfos. Sus ojos buscaron los de Crad. Mientras subió, y hasta que las ramas de un árbol ocultaron su campo de visión, ambos se observaron fijamente, hablándose con la mirada.
A pesar de todo, Melissa no se encontraba tranquila.

lunes, 20 de febrero de 2012

[L1] Capítulo 10: El peligro se acerca




Melissa se abría hueco entre los elfos, cosa que veía complicada, ya que estos eran mucho más altos y musculosos que ella. Podía oír sollozos, exclamaciones, lamentaciones... Era un coro sin fin de voces asombradas y entristecidas al mismo tiempo. Cuando al fin entrevió el centro de todo aquel alboroto, empezó a dar codazos a diestro y siniestro, enfurecida. Los elfos se quejaron, pero ella los ignoró por completo. No estaba de buen humor, y no quería terminar dándole un puñetazo al primero que se le pusiera por delante, porque sabía que aquello no estaría bien.
Al fin, llegó al ojo del ciclón de gente. Se sintió liberada, como si hubiera tenido el cuerpo encadenado por completo durante años y se acabara de deshacerse de las cadenas. Hizo ademán de respirar hondo, pero la escena que se le presentó le heló la sangre.
Se veía que el cuerpo de Clarysse estaba intacto. Nadie se había atrevido a tocarlo, y también preferían evitar mirarlo. La madre de la pequeña elfa estaba apenas medio metro junto a él, encorvada hacia delante, con el rostro casi rozándole el suelo. Todo su cabello, rubio como el de Clarysse, le cubría la cabeza, y murmuraba cosas incoherentes en su idioma élfico.
Su supuesto cónyuge tenía una mano posada en su hombro derecho. Temblaba, y sus ojos reflejaban una infinita tristeza; pero no lloraba. Es más, intentaba tranquilizar a su mujer por todos los medios.
Algo llamó la atención de Melissa. La cabeza de Clarysse. No estaba por ningún sitio.
Clarysse... Clarysse... –susurraba la madre–. Clarysse... Clarysse...
Y entonces se levantó ligeramente, permitiendo que Melissa descubriera el misterio de la cabeza. Estaba allí. En su regazo.
Las manos de la elfa se encontraban inundadas de sangre, al igual que su camisón. La parte delantera de su brillante cabello estaba ensuciado. Ensuciado de un líquido color escarlata. Era una escena estremecedora.
Melissa no sabía si vomitar o acercarse y apoyar moralmente a la madre de Clarysse. Posiblemente, si se acercaba, no podría soportar el hedor de la sangre, y entonces tendría más ganas aún de vomitar. Le asolaba una tremenda incertidumbre. Por lo que se quedó parada allí, de pie, sin saber muy bien qué decir, observando la escena con el rostro pálido. De súbito, la madre de la pequeña elfa asesinada posó sus ojos inundados en lágrimas en Melissa.
Tú... –murmuró–. Tú estabas aquí. ¡Tú! ¡Has sido tú! ¡Tú has matado a mi hija!
El asombro de la joven fue grande, además de que no se esperaba que la madre de Clarysse le hablara en español-idioma de la Séptima Estrella.
¿Cómo? –susurró, apenas sin voz–. ¡No! ¡Yo no he sido! ¡Se lo juro! ¡Yo nunca hubiera matado a Clarysse!
¡Los juramentos de los humanos no sirven para nada! –siguió insistiendo la elfa–. ¡Los humanos sois todos unos asesinos! ¡No respetáis la vida de los demás! ¡Sólo os importáis vosotros mismos!
¡¡NO TODOS SOMOS IGUALES!! –chilló Melissa, apretando los puños. Sabía que no tendría que reaccionar así, pero su carácter era demasiado fuerte como para poder contenerse–. ¡YO NO HE SIDO!
El silencio inundó el ambiente. Todas las miradas de los elfos estaban posados en la joven, y esta no pudo evitar ruborizarse.
Cierto –dijo, bajando la voz e inspirando hondo anteriormente–. Yo he estado aquí cuando han... asesinado a... su hija. –Le costaba pronunciar las palabras exactas–. Pero yo no he sido quien ha terminado con su vida.
¿Y entonces quién ha sido? –irrumpió el padre–. Díganoslo, por favor.
Melissa se quedó callada. No sabía qué debía decir. Crad y Elybel habían dejado que Bowar y Senlya se escaparan, por lo que eso daba a entender que querían salvarles el pellejo. No andarían muy lejos, así que, si ahora los delataba, no habría servido de nada las molestias que se habían tomado.
Maldita sea. Siempre lo tenía que estropear todo.
Yo... –murmuró. Estaba nerviosa, y las manos le comenzaban a sudar. Sabía que los demás la miraban expectantes, esperando una respuesta que tardaba en llegar–. Yo...
Una mano se posó en su hombro, y Melissa lanzó una exclamación asustada. Volvió la cabeza y se encontró con una capucha gris, y un rostro oculto en la sombra que esta proporcionaba. Lo único que podía verse, una sonrisa compasiva.
El Jefe de Falesia.
No hace falta que presionemos a Melissa. –La interpelada se estremeció al oír su nombre pronunciado con aquella voz musical y misteriosa al mismo tiempo–. Yo sé que dice la verdad, y si no lo admite, es porque presenciar una muerte sorpresa de este tipo no es muy agradable para nadie, ¿no?
Se oyeron los murmullos resignados de los elfos. Melissa miró al Jefe fijamente. Era más alto que ella, y además estaba ligeramente encorvado hacia adelante. Aún así, no conseguía verle el rostro completo, dado que su capucha le cubría hasta la nariz, y el ir siempre con la cabeza gacha le daba más ventaja aún. Pero por su voz se podía suponer que ya superaba la veintena, y puede incluso que llegara a los treinta. Aunque ella no estaba muy puesta en los tipos de voces de los elfos.
Y ahora –prosiguió, avanzando un par de pasos hacia los padres de Clarysse–, Hisaé, deja la cabeza de tu hija junto al cuerpo.
Para Melissa, aquellas palabras sonaron extremadamente frías. Lo decía sin ningún tipo de sentimiento, como si lo hubiera estado ensayando desde hacía tiempo. Pero los elfos parecieron verlo completamente normal, porque no se quejó ninguno.
La supuesta Hisaé, entre sollozos asintió, y posó la cabeza de Clarysse de nuevo sobre la hierba. El estómago de Melissa se revolvió, e instintivamente se llevó la mano al vientre. Cuántas veces había hecho ese gesto en lo que llevaba de día. Sólo entonces pareció acordarse al fin del regalo que la pequeña elfa le había dado, y que se había colgado de la cadena de plata al salir de la cabaña. Dirigió una mirada, y su rostro se congeló en una mueca de sorpresa.
La flor, que tan viva había estado, ahora se mostraba seca y casi completamente negra. ¿Qué había ocurrido? Era imposible que se hubiera marchitado en tan poco tiempo.
Esto... ¿Esto te lo ha dado mi hija?
Melissa alzó la cabeza y se encontró cara a cara con Hisaé, que le cogió el colgante con sumo cuidado, y mostrando una expresión de tremenda sorpresa.
S-Sí –tartamudeó la joven, confusa.
¿Clarysse te ha dado a ti su Alma? –irrumpió el padre, igual de sorprendido.
¿SU QUÉ?
La joven enseguida se sonrojó al descubrir que había alzado ligeramente la voz y todos los elfos la miraban con el ceño fruncido. Maldición.
Su Alma –repitió Hisaé, sin dejar de mirar fijamente la flor marchita–. Este objeto es una pequeña parte del alma de Clarysse. Es decir, desprende lo que siente ella en cada momento. –Hizo una breve pausa para tragar saliva e intentar evitar que las lágrimas volvieran a salir de sus ojos–. Ahora está marchita porque ella ya no está... aquí.
Todos los elfos bajaron la cabeza. Melissa creyó que era como un gesto de compasión o sentimiento. No se lo pensó dos veces y se desabrochó el collar. Quitó la flor marchita del colgante, aferró la mano de Hisaé, dejando la palma abierta de esta hacia arriba, y le hizo entrega del Alma de Clarysse. Todos empezaron a lanzar exclamaciones repletas de confusión. Hisaé observó fijamente a Melissa, con los mofletes enrojecidos y las lágrimas a punto de emerger de sus ojos. Sí, tenía los mismos ojos que Clarysse.
¿Por qué...? –comenzó a decir.
Melissa la acalló con un gesto.
No digas nada más. Esta flor le pertenece a usted, Hisaé.
No –murmuró Hisaé negando enérgicamente con la cabeza–. No, no, no. Te equivocas. Ella te la entregó a ti. Es a ti a quien te pertenece. Tú debes quedártela.
Yo no puedo quedármelo, entiéndelo –repuso Melissa–. Hoy mismo me voy de aquí, y si me llevo la flor conmigo, con lo frágil que está, es muy probable que la pierda o incluso la rompa. Estará mucho más segura aquí, en Falesia. Junto con los de su raza. –Sonrió, pero al ver las expresiones que mostraban los elfos, recapacitó e intuyó que aquello del «Alma» podría ser una costumbre muy valiosa para ellos. Rápidamente, improvisó una excusa que valiera–. Pero, por supuesto, no dudaré en hacerle una visita de vez en cuando.
Las saladas lágrimas de Hisaé se desbordaron al fin. En un impulso, la elfa abrazó a Melissa, y esta se lo devolvió cortadamente. La verdad, no se lo esperaba, pero dejó que la mujer llorara en su hombro, es más, no le importó en absoluto que estuviera manchada de sangre.
Cuando abrió los ojos, descubrió que el Jefe estaba sentado en el suelo, mirándola sonriente. La oscuridad no le permitía verle el ojo con claridad, pero sabía que era hermoso, y tan misterioso como el resto de su ser.


Crad avanzaba en dirección contraria de donde estaban elfos. Nadie se percató de ello, pues todos estaban demasiado ocupados como para vigilar a un simple humano. En su mente se encontraban numerosos pensamientos que lo mantenían algo confuso. Aunque no lo exteriorizara, la escena que acababa de vivir le había afectado. Gruñó por lo bajo al recordar el numerito que Melissa había montado. Aquello había sido muy peligroso para ella; podría haber terminado mal si no hubiera estado él allí para cerrarle el pico.
«Será inocente –pensó mientras suspiraba–. Ya sabía yo que era demasiado impulsiva. Parece que no pertenezca a este mundo».
Pero luego recapacitó. A lo mejor no había tenido oportunidad de descubrir la realidad que la rodeaba, dado que estaba encerrada en ese «orfanato», como decía ella. Aunque la curiosidad le invadía por dentro. Nunca había oído hablar de nada parecido.
Se detuvo súbitamente y forzó la vista para lograr ver mejor lo que había unos metros más adelante de donde se encontraba.
Una joven elfa, de cabellos pelirrojos recogidos en una trenza de lado, vestida con unas botas altas, un top verde desgastado que dejaba entrever su ombligo y unos pantalones-falda amarronados, sentada sobre el suelo y apoyando la espalda en el tronco de un árbol. Miraba hacia el cielo de forma melancólica mientras acariciaba a Seisha cariñosamente, pero con apariencia ausente. Su carcaj estaba tirado en el suelo, junto a sus pies, pero el arco lo seguía sujetando con la mano libre.
Crad sonrió y se acercó lentamente. Sabía que no debería hacerlo, que a Elybel le gustaba estar sola para pensar tranquilamente, pero había tantas cosas que quería saber...
La elfa no volvió la cabeza, aunque Crad supo que ya se había percatado de su presencia. Se sentó a su lado, con cuidado. Entre él y Elybel estaba Seisha, el animal color crema, cuyos ojos azules se encontraban medio cerrados. Estaba a punto de dormirse.
El joven alzó la vista hacia el cielo. Sijahn seguía allí, avanzando muy lentamente. Los dos observaron al astro, en silencio, pero transmitiéndose sentimientos que no hacía falta transformarlos en palabras.
Nunca creí que mi hermana fuera capaz de hacer esto.
Crad miró a Elybel con compasión. Estas cosas no se le daban bien, pero Elybel era una amiga de la infancia y él tenía la obligación de estar allí, al menos para escucharla.
Sabía que era fría y distante, y que poseía cierta malicia en su interior –prosiguió, sin despegar la vista del cielo–; pero no hubiera imaginado que sería capaz de hacer lo que ha hecho –repitió.
No te culpes, Elybel –saltó Crad, adivinando sus pensamientos.
Sólo entonces, la elfa bajó la cabeza para enfrentarse a los ojos color avellana de su amigo humano.
¿Cómo no me voy a culpar? Era mi hermana y yo nunca sospeché nada –decía con los ojos ligeramente humedecidos–. Y ahora, para colmo, permito que se vaya.
Todos hubieran hecho lo mismo.
Todos no –refunfuñó Elybel, posando la vista al suelo–. Melissa posiblemente hubiera hecho justicia. Justo lo que debería haber hecho yo.
No le hagas caso, ella no conoce Anielle como nosotros –objetó Crad–. Ha estado ausente a las guerras de estos años, y no está acostumbrada a este tipo de cosas. Pero tranquila, que eso cambiará muy pronto. Le voy a echar tal bronca que...
Ni se te ocurra –interrumpió Elybel. Crad la miró interrogante–. En cierto modo, le tengo envidia. Ella posee esa fuerza interior que le permite dar la cara. Vale, puede que sea peligroso, dado que no está entrenada ni nada. Pero si va contigo, ya mejorará en lo referente a defenderse y pelear físicamente.
Crad sonrió de lado. Elybel era la chica que más cumplidos le hacía. En realidad, era la única chica más o menos de su edad con la que tenía amistad. Bueno, ahora tenía a Melissa, pero no sabía si eso era amistad o simplemente compañerismo de viaje.
En todo caso, no quiero que la contamines de la realidad.
Ambos mantuvieron sus miradas, sonrientes. El cuerpo de Seisha subía y bajaba lentamente, y sus ojos ya estaban cerrados por completo. El silencio invadió el espacio en el que se encontraban. Sus mentes volvieron al pasado, en aquellas escapadas que hacían ambos para poder verse. Entonces lo encontraban todo una aventura, dado que el bosque era muy peligroso y además los elfos de Falesia y los humanos no tenían buenas relaciones. Pero pasado tanto tiempo, todos habían descubierto su secreto y ya se habían acostumbrado a verle la cara a Crad. Por ello, no se habían quejado mucho al encontrarse con una nueva inquilina en Falesia.
Elybel estaba tan sumida en sus pensamientos que no se percataba de que su cuerpo se inclinaba ligeramente hacia el joven. Crad sí que se dio cuenta de ello, pero no sabía cómo reaccionar. Su corazón iba a un ritmo descabellado, y su cerebro intentaba encontrar una solución al «posible futuro acontecimiento». En su interior, había predecido algo así desde hacía tiempo, pero había logrado convencerse de que no era posible. Por desgracia, no comprendía ese tipo de sentimientos de las chicas, y aquello le había pillado desprevenido. ¿Cómo había pasado todo tan rápido? Apenas unos segundos antes estaban hablando de qué hacer con Melissa.
De súbito, Elybel se levantó, alertada. Crad la miró alzando las cejas, sorprendio. Sabía que Elybel tenía cambios repentinos de humor, pero aquello había sido muy exagerado.
¿Qué ocurre? –preguntó levantándose del suelo lentamente. Estaba recuperando su pulso normal, pero aún tenía la escena muy reciente en la mente.
¿No lo sientes, Crad? –contestó Elybel frunciendo el ceño y observando las copas de los árboles y la roca que ocultaba Falesia.
Yo no siento nada –respondió él encogiéndose de hombros.
El ambiente... está cargado –dijo ella, concentrada–. Esto... esto no es normal. Algo está ocurriendo. –De súbito, sus ojos se agrandaron y su rostro palideció–. El bosque... –logró murmurar, asustada.
¿El... bosque? –preguntó Crad, confuso.


«El fuego... quemará Falesia», pensaba Senlya.
La elfa y su compañero, Bowar, se habían detenido ante la puerta secreta de la ciudad de los elfos.
¡Vámonos, Senlya! –gritaba Bowar–. ¡El fuego se está acercando rápidamente!
Senlya miró a su espalda. En efecto, unas amenazadoras llamas se abrían paso entre los árboles. No tardarían en llegar hasta donde se encontraban.
Bowar tiró de la elfa, y esta no tuvo más remedio que dejarse llevar. Ambos rodearon la muralla de piedra –que desde el exterior parecía una gigantesca roca enredada por numerosas raíces de árboles– y corrieron hacia el Sur lo más rápido que les permitieron sus pies.
Senlya volvió la cabeza para echarle un último vistazo al fuego que se acercaba hacia el que había sido su hogar durante toda su vida.
Su corazón se encogió súbitamente, sin que ella pudiera hacer nada por evitar aquella sensación.


«¿Y ahora que hago?», se decía Syna.
Sabía que la joven a la que buscaba se encontraba muy, muy cerca. La percibía. Pero también podía ver que el fuego se estaba acercando peligrosamente hacia su posición. Si pudiera pararlo... Pero no tenía el suficiente poder como para detener semejante estropicio.
Su corcel negro empezaba a ponerse nervioso. El fuego le alteraba. Normal. Aún así, Syna luchaba para que el animal no huyera.
Se encontraban a unos metros de una gran roca que se perdía entre el follaje de los árboles. Syna acababa de ver pasar ante sus ojos a esa extraña pareja que se había encontrado anteriormente. Ellos no la habían visto, dado que estaba semioculta en la oscuridad.
Una fugaz visión asoló la mente de Syna, y le hizo atar cabos. Había visto a la elfa pelirroja observando un punto en concreto de la roca algo entristecida. Sonrió por lo bajo. Lo había conseguido. La había encontrado. Sí, al fin su misión estaba cumplida.
Bueno, aún no, pero ella estaba encerrada en una ciudad que solo tenía una entrada. Porque solo tenía una entrada, ¿no?
La duda le hizo golpear al animal con el pie derecho y avanzar hasta la puerta secreta con rapidez. Esta se encontraba muy bien oculta bajo enredaderas y ramas de árboles que crecían entre las grietas de la dura pared de la piedra.