Miembros de la Séptima Estrella

lunes, 26 de marzo de 2012

[L1] Capítulo 13: Retomando el camino

Nota: Bueno, me gustaría dedicar este capítulo a mi querida Gaby. ¿Por qué? Porque ha estado ahí desde el principio del blog, porque es una fantástica persona y además en este capítulo hace aparición su personaje dedicado ^-^
Espero que disfrutéis. Y gracias por leer, ¡os quiero a todos!







Un carruaje rojo daba botes al pasar sobre el destartalado camino. Dos caballos de pelaje castaño lo arrastraban, conducidos por un chófer de porte elegante y cabellos grises. Avanzaban por un bosque, pues estaba todo repleto de árboles. Pero, por la expresión del anciano, parecía que se habían perdido.
Las dos personas que viajaban en su interior no cesaban de brincar en sus asientos a causa de los baches. Una era voluminosa, con una delantera descomunal y la cara completamente redonda. Ojos pequeños y oscuros, y cabello rubio recogido en una moña. Se la veía elegante con su vestido de una sola pieza color granate y negro. La otra persona se sentaba en el otro asiento, justo delante de ella. No se le podía ver el rostro, pues estaba oculto en las sombras. Sus ropajes eran más bien campesinos. Un corsé de cuero sobre una camisa de tirantes blanca, una falda mostaza y una capa gruesa amarronada. Su cabello le llegaba hasta el comienzo del corsé, y se veía que era de un castaño oscuro. Miraba a través del agujero de la ventana mientras jugueteaba con algo en su regazo.
Súbitamente, la pequeña y regordeta mano de la mujer elegante golpeó las de la joven, para así interrumpir su entretenimiento.
Deja de jugar con eso –le recriminó mientras volvía a incorporarse en su asiento–. Está mal visto.
¿Qué me importa a mí? –saltó la otra–. No me va a servir para nada en el futuro que me aguarda.
Cuida tus modales, señorita –le riñó, mirándola con furia–. Si sigues así, no vas a tener futuro. A los hombres no les gustan las muchachas como tú, tan mal educadas.
Sólo tengo dieciséis años, no estoy pensando en contraer matrimonio con alguien aún.
¿Y en qué piensas? –preguntó la mujer de repente, elevando la voz quizás demasiado–. Tienes la cabeza en otro sitio, no estás para la labor. Sinceramente, me alegro de haberme desecho de ti. Aunque me parece extraño que haya alguien capaz de quererte para trabajar. No vales para nada.
La joven apretó los puños, furiosa. Quería gritarle, quería enfadarse, quería levantarse, saltar del carruaje y huir. Pero sabía que no podía hacer aquello, porque la mala leche que residía en el interior de aquella mujer era casi tan grande como su barriga. Y además sabía que aquello que acababa de decir no era cierto. La realidad estaba en que aquel ser le caía tremendamente mal, y hacía los trabajos sin ganas, intentando molestar lo máximo posible a la mujer. Por eso mismo, esta, al ver que la muchacha ya no le servía como criada, buscó enseguida a alguien que la quisiese. Enseguida surgió una familia campesina que la pedía para los trabajos del campo. La mujer aceptó enseguida, pues quería deshacerse de la joven lo antes posible, y esta no supo si aquello era buena o mala suerte. No sabía las condiciones que tenía aquella familia de campesinos. ¿Y si no tenían suficiente dinero para mantenerla? Las posibilidades de que eso fuera cierto eran grandes dado los tiempos que corrían.
Súbitamente, las ruedas del carruaje pasaron por encima de una gran piedra, y las dos personas que había en su interior pegaron un gran salto.
¡Maldito seas, ten más cuidado! –chilló la mujer al chófer, asomándose por la ventana.
Lo siento, mi señora, lo siento mucho –repetía el pobre chófer, acongojado.
La mujer se incorporó de nuevo en su asiento y comenzó a despotricar por lo bajo sobre la mala suerte que tenía con el servicio y lo poco que valía este. La muchacha lanzó un suspiro cansado y se llevó la mano, cerrada alrededor del objeto con el que había jugueteado, al corazón, mientras echaba un vistazo a una nube que se movía lentamente por el cielo.


Déjame, que puedo yo solo –decía.
Cállate –le repetía–. No te hagas el fuerte, que no estás en condiciones
Suéltame y verás.
No.
Sí.
No.
Sí.
No.
Sí.
¡He dicho que no! ¡Y punto!
Ambos habían estado discutiendo la mayor parte del trayecto, siempre por lo mismo. El cachorro daba vueltas por ahí, saltando y oliendo todo lo que encontraba a su paso, lo que ponía mucho más nervioso a Crad, que ya le había cogido manía al pobre animal.
¿Qué querías explicarme sobre él?–había preguntado Melissa una vez, mirando al pequeño y oscuro cachorro.
Ah, sí –recordó Crad, sin muchos ánimos–. Sabes que los beinchog son muy independientes, ¿verdad? Son una raza libre. –Melissa asintió–. Pues bien, esta raza tiene por costumbre elegir a su dueño una vez han salido del nido de sus padres. Aunque el término más correcto es «compañero», porque en realidad, estos animales nunca pertenecen a nadie. Sólo acompañan a quienes quieren.
–¿Pero no es demasiado pequeño este animalillo? –preguntó Melissa torciendo los labios.
–No dirás lo mismo dentro de unas semanas –sonrió Crad.
Aquella explicación le había sonado demasiado irreal a Melissa. En la Tierra era al revés. Eran los humanos los que cogían a un animal y lo cuidaban, procurando que no se escapase. Pero aquella raza, al parecer, era muy distinta, al igual que todo lo que había en ese mundo de locos al que llamaban Anielle.
En un descuido, Crad se deshizo de los brazos de Melissa al fin, y su espalda fue a chocar contra el tronco blanco de un pequeño árbol.
Gané –dijo con una sonrisa de satisfacción en el rostro.
Melissa se cruzó de brazos, observando al joven de arriba a abajo. Piel sucia, ropajes sucios, cabello graso y grisáceo y ojos cansados.
Tienes un aspecto dementable –objetó.
Como si tú estuvieras muy bien –reprochó Crad–. ¿Por qué sigues llevando la venda? ¿Has visto el desparpajo con el que te has puesto la ropa? Tu pelo es una completa selva, no hay quien se entienda con eso. ¡Y tus ojeras! ¿Cuánto tiempo hace que no duermes?
Melissa se miró a sí misma. Sí, había acertado en todo, lo sabía. En su mente calculó aprisa las horas que había pasado sin dormir.
Pues... –vaciló–. Quizá más de cuarenta y ocho horas –susurró con un hilillo de voz.
Los ojos de Crad se abrieron de par en par.
¿Y no tienes sueño? –preguntó atónito–. ¿Cómo puedes pasar sin dormir tanto tiempo?
«¿Cómo puedo dormir sabiendo que estoy en otro mundo? ¿Cómo puedo dormir sabiendo todo lo que hay por ahí?», pensó, aunque en el exterior solamente se encogió de hombros.
Crad bufó y negó con la cabeza. Luego se frotó la cabeza y disfrutó del apoyo que el árbol le ofrecía. Lo cierto es que sí se encontraba algo aturdido y sin fuerzas, pero podía soportarlo. Aprovechó esos escasos segundos de tranquilidad para ponerse a pensar sobre cómo saldrían de esa. El fuego se extendía rápidamente, y el bosque era muy grande. Antes de correr como unos desesperados, debían planear algo. Pero un sonoro gruñido lo sacó de sus cavilaciones. Se puso alerta, doblando ligeramente las rodillas y separándose del árbol, con la mano preparada para desenvainar su daga.
Lo siento... –murmuró Melissa a su lado.
El joven la miró interrogante. Tenía una mano posada en su vientre, y su expresión mostraba algo de vergüenza. No tardó en comprender lo que ocurría y cuál había sido el origen de aquel gruñido. Echó una leve risotada por lo bajo.
¿Tienes hambre? –le preguntó aún sonriendo.
No, mira. Estoy perfectamente –protestó Melissa con sarcasmo–. A penas he comido desde que llegué a... –se interrumpió de inmediato al darse cuenta de lo que iba a decir.
¿A dónde? –insistió Crad con curiosidad.
A... A Adralish –improvisó.
Crad la miró alzando una ceja, y Melissa se esforzó por sonreír inocentemente. Pero nuevamente, el rugido de sus tripas resonó entre ellos. El joven volvió a reír y alzó la cabeza. Sin previo aviso, pegó un salto y alargó el brazo hacia arriba. Cogió una fruta del árbol que tenían sobre ellos y se la tiró a Melissa, que reaccionó rápido y la agarró. Esta observó el objeto detenidamente. Era como un limón, igual de amarilla, la misma textura, pero mucho más esférica que la fruta terrícola.
Eso se come –le explicó Crad.
La joven le lanzó una mirada inquisitiva.
Ya lo sé, no soy estúpida –protestó.
Tras terminar la frase, se afanó en retirar la piel de la fruta. Era mucho más fácil de quitar de lo que se esperaba. El interior de dicha fruta era como una naranja, pero esta tenía un color amarillento.
Algo le llamó la atención desde abajo. El oscuro cachorro de beichog movía la cola de un lado a otro, con sus ojos rebosando energía. Melissa enseguida comprendió el mensaje. Se puso cuclillas y pellizcó con cuidado la fruta, para darle trozos de esta al cachorro. Observó cómo este la devoraba sin perder su felicidad. Aquello bien podía significar que la fruta estaba buena. Se la llevó a la boca y pegó un mordisco. Era extremadamente dulce, algo que agradeció plenamente.
–Oye, Crad –llamó Melissa sin dejar de darle de comer al animal.
Crad bufó.
–No me llamo Crad –replicó.
–¿Cuántos años tienes?
Crad se la quedó mirando, pero Melissa tenía los ojos fijos la comida que le daba al cachorro.
–Pues no lo sé –respondió encogiéndose de hombros.
Fue entonces cuando la joven alzó la cabeza hacia él.
–¿Cómo que no lo sabes? ¿Cómo se explica eso? –preguntó algo confundida.
–Supongo que diecisiete. ¿Por qué lo preguntas?
Esta vez fue Melissa quien se encogió de hombros.
–Curiosidad –respondió solamente.
–¿Y tú? ¿Qué edad tienes tú?
La mente de Melissa empezó a pensar con rapidez, haciendo cuentas. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Ese era el tercer día. Entonces…
–Dieciséis –murmuró–. Sí, dieciséis –afirmó, elevando un poco más la voz. Desde hacía un día tenía dieciséis, y ella sin acordarse.
Súbitamente, un sonoro grito hizo que ambos volvieran la cabeza. A unos diez metros de su posición, una avalancha de elfos se abría paso, portando con ellos grandes cuencos y cualquier herramienta hueca con aguas transparentes en su interior, que salpicaban el suelo de tierra de lo deprisa y atolondrados que iban sus portadores. Estaba claro a dónde se dirigían. Sólo había un lugar posible. Porque, si en algún momento Melissa había pensado que serían capaces de abandonar su ciudad-refugio a merced del fuego, estaba muy equivocada. No había cosa que no amaran más los elfos de Falesia que la naturaleza y su propio hogar. Y si se mezclaban las dos cosas, aún peor.
No supo por qué, pero Melissa se puso a buscar una capa grisácea entre los gruesos músculos de los elfos. Lamentablemente, no vio ninguna. ¿El Jefe no se encontraba entre ellos? Qué extraño…
Ninguno de los dos jóvenes articuló palabra hasta que no pasaron todos de largo. Y cuando Melissa abrió la boca para hablar, un nuevo improvisto se presentó a sus espaldas. Algo cayó del árbol; algo demasiado pesado como para tratarse de una simple fruta. La elegancia con la que se posó en el suelo era máxima, así que las posibles «cosas» que podrían ser se redujeron rápidamente. Tanto Crad, como Melissa, como el cachorrito que posaba sus patitas sobre las rodillas de la joven esperando más comida, giraron la cabeza hacia el ser que había aterrizado junto a ellos.
–¿Elybel? –preguntó Crad inmediatamente, sin terminar de creérselo–. ¿Qué haces aquí?
La elfa colocó una mano sobre su cadera, y con una radiante sonrisa en el rostro, respondió:
­–Quiero acompañaros.
Melissa se quedó sin habla.
–Pero si nunca has salido de Falesia –objetó Crad.
–Siempre hay una primera vez para todo –protestó Elybel.
–Genial, otra loca más en el grupo –refunfuñó Crad, llevándose las manos a la cabeza y dándole la espalda a su amiga.
El sonido de la cuerda del arco al tensarse absorbió el escaso silencio que se había formado. El joven miró a la elfa con una evidente sorpresa en el rostro.
–Estaré loca –dijo esta sin dejar de apuntar una de sus flechas hacia él–; pero tengo buen manejo con el arco.
El silencio fue brutal. La tensión que se había formado en el ambiente había cubierto cualquier leve sonido que se produjera por el bosque. Pero eso sólo duró unos segundos, porque enseguida Elybel se puso a reír, bajó el arco y se abalanzó sobre Crad, abrazándolo. Crad también rió.
–Sólo quiero acompañaros, ¿vale? –murmuró la elfa contra el brazo de Crad–. Ya no me queda nada en Falesia.
Y eso era cierto. Ella nunca había tenido amistades allí. Como mucho se hablaba algunas veces con Clarysse; pero ella ya no se encontraba allí. El único lazo de amistad verdadera lo compartía con su beichog, Seisha, y esta había desaparecido. Y para colmo, tampoco le quedaba su hermana. Crad era lo único que conservaba aún.
Y él lo entendió, así que accedió de inmediato.
Un leve carraspeo les hizo deshacerse de su abrazo. Volvieron su mirada y se encontraron con una Melissa mordisqueando su fruta.
–¡Melissa! –saltó Elybel, acercándose a ella y envolviéndola con sus brazos. La joven se quedó tiesa al ver la reacción de la elfa–. Sinceramente, no esperaba que llegaras tan lejos, eso es buena señal y… –se interrumpió, aunque ya había desatado cierto enfado en el interior de la humana. ¿Que no esperaba que llegase tan lejos? Pero, ¿qué quería decir con eso?–. ¿Qué es esto? –preguntó entonces, olvidando todo lo anteriormente dicho.
Con un sencillo movimiento, extrajo el arco que Melissa había tenido atado al carcaj todo el tiempo, y el cual se le había olvidado completamente que existía. Lo alzó en el aire y  lo observó con detenimiento.
–¡Tienes un arco! –exclamó.
–Pero no lo sé usar –susurró Melissa algo avergonzada.
–Yo te puedo ense… –Se interrumpió a sí misma, dejando caer el arma al suelo con cierto asco representado en su rostro–. ¡Tiene el símbolo de Gouverón!
Los penetrantes ojos verdes-dorados de la elfa se clavaron en Melissa. Esta quedó acongojada ante la intensa mirada, y se esforzó por hablar.
–Se lo robé a un soldado que me atacó –explicó apresuradamente.
La expresión de Elybel pareció calmarse, y se agachó para recoger nuevamente el arco y entregárselo a Melissa, que intentó cogerlo con la mayor simpatía posible. La estaba poniendo de los nervios.
–Bueno –suspiró Crad, aliviando la tensión que se estaba formando entre las dos chicas–. Más allá hay un gran río que separa al bosque en dos. Si lo atravesamos, ya no correremos peligro alguno en lo relacionado con el fuego.
Ambas jóvenes asintieron, sin dejar de mirarse la una a la otra. Luego, se pusieron en marcha.


El humo inundaba el ambiente. Un gran espacio de la hierba estaba cubierto casi completamente por cenizas que había arrastrado el viento. Y sobre ellas, con los ojos cerrados y el largo cabello negro y lacio desparramado hacia todos los lados, yacía una joven tumbada, inconsciente. Su mano izquierda estaba posada sobre su vientre, y la otra mano junto a su rostro, cerrada casi por completo.
Súbitamente, un dedo de dicha mano se movió. A penas se notó, pero posteriormente una tos seca provocó que una gran cantidad de polvillo gris saliera volando. Aquello afirmaba que la joven se encontraba bien. O que al menos podía seguir con vida. Sus párpados se abrieron, y sus ojos dorados volvieron a brillar con fuerza. Tras un leve gemido, la muchacha se incorporó hasta quedar sentada sobre el manto gris. Se palpó la frente sin dejar de toser. Le dolía la cabeza y el pecho izquierdo. Observó su alrededor, confusa. Entonces comenzó a recordar.
Había conseguido saltar el muro, y por los pelos. Se había tenido que coger bien fuerte a la rama de un árbol y descender por este, porque la escarpada roca se le hacía difícil bajarla sin accidentarse. Luego, una vez abajo, había oído un crujido. Había alzado la cabeza, alertada, y se había encontrado de pleno con un objeto que se abalanzaba sobre ella: una rama. Luego, todo borroso.
Y antes de cerrar los ojos y quedar inconsciente definitivamente, una sombra que se acercaba hacia ella. Una sombra que le transmitió un sentimiento de familiaridad y nostalgia.


jueves, 15 de marzo de 2012

[L1] Capítulo 12: Entre la vida y la muerte





Desde las ramas de un árbol, observaba el bosque con expresión seria. El ligero viento de la mañana provocaba que sus ondulados mechones pelirrojos se estrellaran contra su rostro. Sus ojos marrones-dorados estaban completamente congelados, fijos en las llamas que se alzaban hacia el cielo. La gran mayoría del bosque estaba calcinado. Cuánta masacre.
Senlya –llamó una voz masculina desde el suelo.
A la elfa no le hizo falta bajar la cabeza para saber que se trataba de Bowar. ¿Quién si no? Lentamente, se puso de pie sobre la rama en la que había estado sentada y fue descendiendo con elegancia, posando sus pies en los lugares adecuados. Cuando apenas quedaban dos metros para llegar al suelo, dio un salto y aterrizó sobre la hierba en silencio. Miró al guerrero de armadura negra. Sus penetrantes ojos verdes la observaban con cierto ápice de compasión.
El hombre alargó una mano hacia su posición. La elfa vio que en ella tenía una fruta roja y lustrosa. Sus tripas gruñeron. Aún no había desayunado. Le arrebató la fruta de un zarpazo y lo miró con frialdad.
Vayámonos ya, que el fuego avanza muy deprisa –dijo.
Y dicho esto, los dos se pusieron a caminar deprisa hacia el sur, dando pequeños mordiscos a su «desayuno».


Se sujetó con fuerza a los salientes del muro de piedra que tenía tras su espalda. Intentó no mirar al suelo, pero tampoco podía tener la vista al frente, a causa del fuego que cada vez estaba más cercano.
El calor aumentaba en el ambiente, y Melissa comenzaba a asfixiarse. El cachorro de negro pelaje asomaba la cabecita por el bolsillo de la bandolera. Lo había metido ahí dentro porque temía que en un descuido se le cayera por el precipicio. Tras ella iba una joven elfa de cabellos claros, aferrando la mano de un pequeño niño elfo con pecas y mirada inocente.
Nerviosa, Melissa echó un vistazo hacia abajo sin poder contenerse, buscando a Crad –aunque sabía que aquella era una misión difícil, dado la altura en la que se encontraba–. No encontró nada, las ramas le obstaculizaban la visión. Bufó, frustrada.
¿También se le ha quedado alguien allá abajo? –preguntó entonces la joven elfa que tenía tras ella.
Melissa la miró algo confusa. No se esperaba que empezara a hablarle.
Sí –respondió en un susurro.
Me pregunto cómo se habrá formado este fuego –siguió parloteando.
Sí –repitió Melissa. No había tiempo para hablar, maldita sea. ¿Por qué aquella elfa se empeñaba en entablar una conversación? Debían darse prisa.
Tú eres la humana esa que ha venido acompañada por Cradwerajan, ¿no? –Melissa reprimió con una inspiración profunda las ganas de preguntarle cómo podían aprenderse aquel nombre tan largo y enrevesado–. Medila o algo así...
Melissa –rectificó secamente.
Mi nombre es Loiessy.
Se hizo un incómodo silencio, durante el cual Melissa intentó meter presión al de delante. Aquello avanzaba muy lento.
Yo creo que no llegaremos a salvarnos todos –murmuró Loiessy repentinamente–. Pocos de los que se hayan quedado abajo van a poder llegar a tiempo.
¡Mentira! –gritó Melissa, alzando desmesuradamente la voz–. Si nos damos prisa llegaremos.
¿Pero es que no lo ves? La cola va muy lenta.
Melissa apretó los dientes con furia, intentando contener las ganas de atizarle una bofetada. Tanta negatividad la ponía más nerviosa de lo que estaba ya. Respiró profundamente e intentó alejar aquellos violentos pensamientos de su mente. Necesitaba concentración.
¡Eh! –gritó alguien.
La joven alzó la cabeza y se sorprendió al encontrarse con un par de elfos escalando la roca con desesperación, ignorando por completo los gritos que les lanzaban los demás para que bajaran. El temor al fuego había provocado ese alborotamiento.
Aunque Melissa caminara mirando al cielo, cerrando los ojos u evitando de cualquier forma el contacto visual con las llamas, no podía evitar sentir el calor asfixiante del ambiente. Inspiró profundamente varias veces y se armó de valor para contener la calma.
Dentro de su bandolera, el cachorro gemía de terror.


«Ya quedan pocos», pensó Crad para sí.
Con el ceño fruncido, observó cómo los últimos niños y mujeres elfos subían por la roca. Ahora les tocaba a ellos. Avanzó un paso, decidido. Pero una imagen le pasó por la mente y se quedó completamente helado en el sitio.
Elybel. No la había visto subir con los demás.
Nervioso, miró a su alrededor. Todo estaba repleto de carboncillo, y el olor a humo era insoportable, además de que este dificultaba la visión.
¡Cradwerajan! –llamó un elfo, viendo que el muchacho no reaccionaba.
¡Ahora vuelvo! –exclamó Crad corriendo hacia el centro de Falesia sin cortarse un ápice.
Varios elfos le chillaron y le obligaron verbalmente que volviera allí, que aquello que estaba haciendo era una locura y no tenía sentido alguno. Pero él los ignoró por completo. Estaba seguro que Elybel no había salido, y que seguía allí, posiblemente con los cachorros. Podría haberse quedado atrapada, y el fuego podría estarla consumiendo poco a poco. Todo era posible en medio de aquella masacre.
Se detuvo en el centro de la ciudad-refugio, viendo que las llamas le impedían ir más allá. Más allá de donde había visto a Elybel por última vez. Observó con horror cómo la cabaña donde habían dormido Melissa y él iba desapareciendo poco a poco, convirtiéndose en cenizas.
¡Elybel! –gritó a pleno pulmón, desesperado.
Nada.
¡¡Elybel!! –chilló de nuevo, esta vez más fuerte que antes.
No encontró ningún movimiento extraño, ni percibió respuesta alguna de su amiga. No sabía dónde estaba, y aquello le desconcertaba, metiéndole un temor en el cuerpo que provocaba punzadas en su corazón. ¿Dónde estaba?
¡¡¡Elybel!!!
Seguía sin obtener nada a cambio, y su desesperación estaba en los límites de la cordura. El humo que lo envolvía le comenzaba a marear y a nublar sus sentidos, y sentía que desfallecería en cualquier momento, estrellándose contra el suelo.
Y entonces ya nada podría salvarlo.
Pero él no era un cobarde. Él era valiente, y no saldría de allí sin su amiga.
La llamó varias veces más, y se atrevió a avanzar unos pasos. El sudor que le caía por la frente le nublaba aún más la visión, por lo que no cesaba de pasarse el dorso de la mano por la cara. Para colmo, la respiración se le hacía cada vez más dura.
Elybel. –Creyó que había gritado, pero las palabras apenas habían sido un susurro.
Tosió repetidas veces, sujetándose el vientre con la mano derecha e inclinando la espalda hacia delante. Los párpados le pesaban, y los ojos se le iban cerrando poco a poco. Luchaba por mantenerlos abiertos, pero era algo muy difícil de hacer.
Las piernas le fallaron al fin, y terminó de rodillas en el suelo, respirando con fuerza, intentando no ahogarse. Pero, posiblemente, eso mismo le estaba ocurriendo. Se estaba ahogando con el humo.
Con las últimas fuerzas que le quedaban, alzó la cabeza y forzó la vista hacia un punto aleatorio. Lo último que vio antes de perder el sentido por completo, fue una mancha que se acercaba hacia él. Toda esperanza se alejó cuando supo que no se trataba de Elybel. Porque esa figura no tenía el cabello del intenso rojo que poseía la elfa.


Como siempre, la enorme sala seguía en penumbra, y el ambiente era igual de siniestro y escalofriante que siempre. Una pequeña y blanquecina mano estaba sumergida en la pila de agua azulada. Se veía que en anteriores segundos, el líquido había estado agitado, porque aún entonces podían verse tímidas ondas que se expandían lentamente.
El único sonido que podía oírse en ese momento era el repiquetear calmado de unas uñas contra los brazos del trono de oro negro que había en lo alto de unas escaleras. Una siniestra sonrisa se dibujó en los labios del hombre que estaba sentado en él.
Está interesante –murmuró–. Al menos ya has podido perfeccionar tu magia, y has conseguido que logremos oír las voces de los que aparecen en la imagen.
La personita permaneció seria, pero por dentro se sentía feliz ante el cumplido de su superior.
Pero ella no estaba allí –saltó el hombre elevando la voz y levantándose de su asiento.
Yo... Lo siento, mi señor –tartamudeó la personita, intentando esconder su terror–. Ya se lo he dicho, no puedo acercarme. Hay algo que me lo impide...
El hombre guardó silencio, y luego se volvió a sentar lentamente. Parecía que se había serenado, pero la personita aún tenía la cabeza agachada, esperando una bronca, un grito, quizás una lanza punzante clavándose en su corazón...
Retírate –ordenó su señor secamente.
Al principio, la personita no reaccionó. Pero luego, enseguida asintió, realizó una reverencia, y salió de la sala con paso nervioso, cerrando la puerta tras de sí con cuidado, para no pegar un portazo y perder toda la buena suerte que había tenido hasta entonces.
Dentro, el hombre se frotó la barbilla, pensativo. Repiqueteó nuevamente los dedos de la mano izquierda sobre los brazos de su trono. Era una manía que tenía.
Luego, sonrió.


¡Crad! ¡Crad! ¡¡CRAD!!
Se intentaba abrir paso entre los elfos, poniéndose de puntillas y forzando la vista para ver si divisaba alguna cabeza de cabello castaño oscuro. Pero los elfos parecían ser dos metros más altos que ella, y aquello la desquiciaba. Se sentía una pulga, y la desesperación de no encontrar a Crad ayudaba mucho al hecho de que tuviera más ganas de que le explotara literalmente la cabeza, solo para olvidarse de toda aquella presión.
¿Ha visto a Crad? –preguntó al primer elfo que encontró, uno alto (cómo no) de ojos hermosamente violetas.
Quita –se quejó él desprendiéndose de un zarpazo de la joven.
Todos tenían prisa por huir de las llamas que se iban acercando.
Será... –murmuró Melissa frustrada.
Un par de fuertes pisotones y varios gritos en su oído aumentaron su nerviosismo.
¡¡¡CRAD!!! –gritó al viento desesperada, alargando notablemente la «a».
De repente, la presión de los cuerpos desapareció. Se sintió libre por primera vez. Fue entonces cuando se atrevió a abrir los ojos, y descubrió que se había quedado muy arrezagada. Delante de ella corrían todos los elfos.
Y seguía sin encontrar a Crad.
Las lágrimas acudieron a sus ojos. ¿Por qué había sido tan estúpida? Si no se hubiera puesto así con el tema de Senlya, posiblemente Elybel la hubiera matado –solo a ella, porque estaba segura de que a Crad no le hubiera hecho nada– y fin de la historia. Crad estaría a salvo, todos se habrían enterado del fuego a tiempo y, probablemente, más gente se hubiera salvado. Porque, en aquel momento, sí que creyó a la elfa que la había acompañado durante la escalada del muro de piedra.
«Pocos de los que se hayan quedado abajo van a poder llegar a tiempo» había dicho. Solo entonces, Melissa supo la razón que la elfa tenía.
Se dejó caer al suelo de rodillas con los ojos fuertemente cerrados y las manos presionando su cabeza desde ambos lados. No quería oír nada; no quería escuchar los gritos desesperados de los elfos. Tampoco cómo las ramas de los árboles se precipitaban al suelo calcinadas, ni el gemido del cachorro de Seisha, que había saltado de su bandolera y le frotaba la rodilla nervioso. Y tampoco las voces que le hablaban en su interior; aunque esas difícilmente las silenciaría tapándose los oídos.
¿Qué hacer? ¿Quedarse allí y esperar a que las llamas la alcanzaran? ¿Que había más allá? Ya no tenía a Crad, y los elfos no la aceptarían, la repudiarían. Y tampoco sabía dónde estaba Elybel.
Elybel... ¿También ella había...?
Sacudió la cabeza. No, no podía ser cierto. Ambos eran demasiado fuertes para terminar de esa manera. Seguro que habían pasado por situaciones mucho peores.
Al fin abrió los ojos. Su interior luchaba por no soltar ninguna lágrima. Lo estaba consiguiendo hasta el momento. Cuando de repente, vio que el cachorro le mordía la falda y tiraba de ella hacia la izquierda. Melissa no supo si fue el instinto, la desesperación, la intuición o el viento, pero, temblorosa, se levantó y se dejó llevar por el pequeño animal.
Alzó la cabeza para poder ver hacia dónde la llevaba. Se encontró ante unos matorrales de extraños frutos amarillos. Pero lo interesante no estaba en los matorrales, si no en lo que había detrás.
El corazón de Melissa se aceleró de repente. Sin pensárselo dos veces, saltó el matorral como si saltara un potro de dos metros, y se tiró al suelo, junto al cuerpo de él.
Junto al cuerpo de Crad.
Crad, Crad, Crad, Crad, Crad, Crad... –repetía Melissa sin descanso, zarandeando al joven que estaba completamente empapado de sudor y con el cabello grisáceo a causa de las cenizas que se habían apegado a él.
El cachorro enseguida se reunió junto a ella. Más concretamente, cerca de la cabeza del inconsciente Crad.
Al borde de la desesperación, Melissa le atizó un par de bofetadas, para ver si así reaccionaba. Había encontrado su cuerpo, ahora sólo le faltaba saber si estaba con vida o intoxicado.
Nunca se había alegrado tanto al escuchar una tos seca.
Crad abrió sus ojos lentamente y se incorporó hasta quedarse casi sentado. Al principio su vista estaba nublada, pero enseguida se le acostumbró. Y lo primero que vio fue a una sonriente Melissa de ojos brillantes.
¿Melissa? –preguntó dudoso. No sabía si era una alucinación o era real.
¡¡¡CRAD!!! –chilló la joven tirándose a los brazos del muchacho, riéndose con alegría.
Crad lanzó un quejido ante la brusquedad con la que Melissa lo había abrazado. Tosió un par de veces sin poder evitarlo. Le daba la sensación de que estaba echando polvo por la boca.
Que no me llames Crad te he dicho –se quejó malhumorado.
¡Maldito seas, estás vivo! –parloteaba Melissa, ignorando sus súplicas.
Siento decepcionarte...
Melissa deshizo el abrazo y lo cogió de la camisa con ambas manos, en posición amenazante.
Ni se te ocurra volver a hacer esto. ¿Me oyes bien? Nunca más –avisó.
Crad la miró fijamente sonriéndole. Luego, sus ojos se desviaron más allá de la joven, a sus espaldas.
Sí, sí, pero será mejor que corramos si queremos salvarnos el pellejo.
Tenía razón, y Melissa lo sabía.
Con ayuda de la muchacha, Crad se levantó, pero un punzante dolor en el pecho lo paralizó durante unos segundos.
¿Estás bien? –le preguntó la joven preocupada.
Sí, sí, deja –intentó tranquilizar, aunque no le sirvió de mucho.
Ven, que te ayudo.
Y dicho esto, Melissa pasó uno de los brazos de Crad sobre sus hombros.
¿Qué estás haciendo? Puedo yo solo –le dijo con cierto tono orgulloso.
Mientes cual bellaco. Cállate y déjate ayudar.
A regañadientes, Crad accedió, y ambos se alejaron tan deprisa como pudieron, seguidos por el pequeño cachorro de pelaje negro brillante, que entonces movía su cola, feliz.
Unos metros más allá, tras el grueso tronco de un árbol, alguien los observaba con curiosidad.