Y después de un largo tiempo, al fin está aquí. (Intentaré subir otro capítulo dentro de poco, para compensar como dije).
En la anterior entrada está una entrega de premios :)
Seguía pensando en aquella extraña chica. No podía evitar admitir que sentía curiosidad por saber quién era ella. Ella conocía su nombre. Pero él el de ella no. Tampoco comprendía qué era lo que podía hacer en ese bosque. No se la veía muy fuerte, pero tampoco una ingenua. Era... diferente.
Un golpe en la cabeza lo sacó de sus cavilaciones. Se giró hacia el culpable y se encontró con la cara enfurecida de su maestro de espada. No se había dado cuenta de que le estaba hablando.
–Señorito Ladavatt, ¿en qué piensa? Hace rato que está completamente despistado –le dijo con el entrecejo fruncido.
–En nada, maestro –respondió Koren tranquilamente y girando de nuevo su vista hacia delante–. En nada... –susurró para el cuello de su camisa.
El maestro suspiró. Estaba cansado de su alumno. Llevaba con él día tras día, noche tras noche, durante un mes seguido, en aquel bosque. Al menos le aliviaba que aquel muchacho fuera bueno aprendiendo. Porque sí, lo reconocía, al chico se le daba bien la espada. Sus otros alumnos habían tardado meses en superar el nivel B. En cambio, Koren lo había conseguido en un tiempo récord. Era algo admirable, pero por lo que el maestro no podía felicitarle demasiado, ya que el chico podría confiarse y perder algo de su característica astucia.
–Llegamos –anunció Koren de repente.
El maestro de espada alzó la cabeza y confirmó que era cierto. Habían llegado a la pequeña aldea situada justo en los límites del bosque. Pero todavía les quedaba atravesarla y llegar luego a Rihem, el «pueblo grande», como muchos decían. Y es que Rihem no llegaba a ser una ciudad, pero estaba en camino de serlo. Mucha gente se había ido a vivir ahí, porque la situación geográfica era muy buena: extensas llanuras, suelos fértiles y punto de comunicación entre dos grandes centros comerciantes. Además de que la temperatura era suave.
Al fin salieron de la frondosidad de los árboles, y caminaron lentamente hacia la civilización. Koren bajó la mirada y se encontró con recientes huellas de cascos de caballo. Las herraduras de dichos caballos parecían tener grabado un símbolo que él conocía muy bien. Aquello le hizo adivinar que no hacía mucho que habían pasado por allí Guerreros de Gouverón.
De repente, el ambiente se volvió extraño. A sus espaldas aparecieron cuatro caballos más, con sus respectivos jinetes. Esquivaron al maestro de espada y a Koren con facilidad y se adentraron en la aldea.
–¡Ahí están! –gritó uno, el que parecía ser el líder de aquel pequeño grupo de Guerreros de Gouverón.
Tres figuras llenas de colorido salieron de un callejón y echaron a correr en dirección contraria. Koren observó la escena con curiosidad. Aquellos tres estaban siendo perseguidos por tres Guerreros de Gouverón. Rebeldes, pensó que eran. Quizá tres miembros de la Séptima Estrella. Era lo más probable.
* * *
La caída había sido leve, pero un tanto dolorosa. No había podido tener más mala suerte que golpearse de pleno la barbilla con una dura, grande y afilada piedra. Lanzó un quejido de dolor por lo bajo e intentó incorporarse.
–¿Qué has hecho? –preguntó Syna por detrás. No se movía, pero al menos había preguntado, lo que ya era mucho tratándose de ella.
–He tropezado –murmuró Gabrielle mientras se frotaba la zona dolorida. Estaba algo avergonzada de su torpeza, pero intentaba actuar con normalidad.
–Creo que estás bastante despistada... –inquirió Syna.
–¿Qué? –saltó Gabrielle, levantándose del suelo y alisándose la falda con nerviosismo–. Qué va, solo que no vi esa raíz y me tropecé. Un ligero accidente, nada importante.
Miró a Syna, quien, tras observarla un par de segundos, se encogió de hombros y volvió a caminar hacia el final del bosque. Gabrielle suspiró. Se sentía afortunada de que Syna no hubiera insistido en el tema. Pero, al fin y al cabo, ya debería saber cómo era ella. Siempre tan seria, tan inexpresiva. Era extraña... No pudo evitar pensar si había algo que escondía, y por ello se comportaba de tal forma.
«Se ve que te he menospreciado».
Gabrielle lanzó una exclamación ahogada. De nuevo, la voz de aquel misterioso chico le azotaba la mente.
«Koren. Un joven guerrero».
Se golpeó la cabeza con los puños repetidas veces, frustrada. Quería sacarse aquella voz de la cabeza, pero no sabía cómo hacerlo.
Alguien carraspeó a sus espaldas. Gabrielle se volvió sobresaltada y se encontró con la mirada dorada de Syna, que alzaba una ceja, extrañada.
–¿Es que la barbilla no te duele lo suficiente, que ahora tienes que golpearte también la cabeza?
Gabrielle pestañeó dos veces antes de reaccionar.
–Eh... ¡No, no es eso! Solo que... –Buscó una excusa, pero no encontró ninguna creíble–. Bueno, vamos ya, ¿no? –dijo al fin, emprendiendo de nuevo la marcha y pasando de largo a Syna–. No podemos quedarnos aquí hasta mañana. Además ya estoy algo cansada y...
La mano de Syna se posó sobre su hombro. Gabrielle se sobresaltó al principio, pero enseguida volvió la cabeza, mostrando una radiante –y falsa– sonrisa.
–Pasa algo. –No era una pregunta, si no una afirmación.
–No, qué va. No pasa nada, en serio –intentaba disimular Gabrielle.
El silencio reinó nuevamente entre las dos. Syna se volvió a encoger de hombros tras un escueto «vale». Gabrielle intentó ser más disimulada esta vez. Siguió a Syna lo más cerca posible, y procurando que nada volviera a despistarla. No sabía qué le estaba ocurriendo.
* * *
Los perseguían. Y estaban cerca.
Por suerte, Elybel vio algo que les dio esperanza. Amarrados a un carro sin conductor, había dos caballos: uno negro y otro de un castaño pelirrojo. Enseguida la elfa se abalanzó hacia ellos y con su daga cortó las cuerdas que los amarraban al vehículo.
–¡Rápido! ¡Montad! –les gritó a Crad y a Melissa mientras subía al caballo más oscuro–. ¡Ven, sube! –le dijo Elybel a Melissa ofreciéndole la mano.
Con un hábil movimiento y arremangándose las faldas, Melissa subió al caballo, detrás de Elybel, mientras llevaba en brazos al pequeño animal.
Crad subió al otro caballo, y seguidamente hicieron galopar a los caballos, quienes iban muy rápidos para el gusto de Melissa. Esta se aferró bien fuerte a la elfa. En un ataque de pánico, cerró los ojos. No le gustaba ir a tanta velocidad, pues se mareaba. Desde pequeña había tenido especial sensibilidad con los viajes. No le gustaba viajar.
Las voces de los Guerreros de Gouverón se oían a sus espaldas. Intentaban alcanzarlos, pero al parecer sus dos caballos iban mucho más rápidos. Aquello enfurecía a los guerreros armados, quienes lanzaban maldiciones que en su idioma sonaban mucho más agresivas.
Cabalgaron durante horas. Y ninguno de los dos grupos se cansó. Para su sorpresa, Melissa no se mareaba. Por primera vez conocía un medio de transporte que no le provocaba vómitos –a parte de la bicicleta–.
–¿Estás bien? –preguntó Elybel súbitamente, al ver la expresión de pánico que el rostro de Melissa mostraba.
Melissa abrió los ojos y miró a la elfa.
–Sí, sí –se apresuró en responder.
–Creía que te mareabas o algo –aclaró. Luego guardó silencio, y finalmente tragó saliva–. Siento lo que te dije –susurró.
Aquella vez Melissa sí que estaba sorprendida, y llegó a sospechar que no lo había oído del todo bien.
–¿Qué has dicho?
Elybel suspiró.
–Que siento lo que te dije en el lago –repitió con voz más alta, pero no lo suficiente como para que Crad lograra escucharla. Él estaba a unos cinco metros por delante de ellas.–. Tuve muy poco tacto. No estoy acostumbrada a tratar con gente, y menos con humanos.
Melissa estaba incrédula. ¿La elfa se disculpaba? Sus palabras parecían ser sinceras.
–Pero Crad...
–A Crad lo conozco desde muy pequeña. –Una sonrisa de nostalgia se dibujó en sus labios–. También le llegué a soltar muchas cosas, hasta que me acostumbré. No puedo evitar ser sincera de forma brusca.
–Seguro que a él no le importaba tanto... –murmuró Melissa. Luego se arrepintió de haberlo dicho. Quiso dejarse caer del caballo, pero se quedó rígida en el sitio. No, no pretendía dejarse caer. Entonces le podría coger manía a esos animales, y estaba segura de que en aquel mundo no sería algo muy bueno.
El cielo le llamó la atención, y no puedo evitar alzar la cabeza. Ya casi volvía a teñirse por completo de rojo. Recordó el momento del lago. Volvió a sentir aquellas limpias aguas como si se estuviera bañando en ese mismo instante. Aquel lugar era muy diferente a la Tierra. Cierto, allí también había lugares preciosos. Pero Anielle tenía ese punto mágico, algo de lo que la Tierra carecía. Sí, Anielle no tenía nada que envidiar de su mundo. Y ella prefería estar ahí en lugar de en el orfanato de Italia. No echaba de menos a nadie de su antiguo hogar. Ella era la más mayor allí. Con el más grande se llevaba cinco años, y tampoco le caía bien.
Entraron en una pequeña arboleda. A pesar de su insignificante extensión, la vegetación se veía espesa y abundante. Lentamente, Melissa volvió a bajar la mirada, y observó la espalda de Crad, que seguía concentrado en huir.
«Quizás sea demasiado dura con él –pensó–. Quizás me esté pasando». En sus ojos se reflejó un rastro de tristeza. «Pero, ¿qué debería decirle? –Miró a Elybel de nuevo, aunque mas bien lo que sus ojos observaron fueron sus mechones de pelo rojo–. Parece que a ella tampoco le gustaba socializar con gente... o elfos –se rectificó ella misma–. Nos parecemos en algo...».
–Te perdono.
Elybel volvió la cabeza un tanto para poder observar fijamente los ojos azules de Melissa.
–¿Cómo dices?
–Tú no tienes la culpa de nada, soy yo la que soy demasiado dura –se culpó.
–Ah, no, tú no tienes nada que ver, yo...
–Basta –interrumpió Melissa–. Asunto zanjado, dejemos de hablar de esto. Creo yo que ahora no es el momento, ¿verdad?
La elfa sonrió.
–Puede que tengas razón.
Justo en ese instante salían de la arboleda. Allá a lo lejos se divisaban pequeños hogares esparcidos a lo largo de una llanura rodeada de caminos.
Rihem.
* * *
Dolor. Angustia. Tristeza. Impotencia. Terror. Gritos desgarradores que invadían los calabozos.
Una figura envuelta en una oscura capa bajaba por las escaleras mugrosas de piedra. Uno de los guardias que vigilaban las celdas, al verlo, se acercó a él y se inclinó en una reverencia cargada de respeto hacia su superior.
–Señor –dijo, manteniéndose completamente rígido.
–¿Dónde está? –preguntó este, impaciente.
El guardia se incorporó, pero no miró a su señor directamente a los ojos.
–Por aquí, mi señor –indicó, dándole la espalda y avanzando por un pasadizo.
A ambos costados había celdas. Celdas oscuras y frías, en cuyos interiores la gente sobrevivía al sufrimiento; personas que tantas ganas tenía de morir en aquel instante como de huir y salvarse. Estar ahí implicaba tener que oír horrorosos conciertos de gritos que provenían de los presos allí recluidos.
El guardia se detuvo justo delante de una gruesa puerta de hierro vieja y oxidada.
–Está en esta sala, mi señor.
Gouverón asintió satisfecho, y sonrió con malicia mientras el guardia le abría la puerta para que pasara a su interior. Sus ojos estaban cubiertos por la gruesa capucha que llevaba encima. No le gustaba mostrar su rostro completo. Por ello pocas veces salía de su oscura sala. Bueno, por esa razón y por otra más...
Al adentrarse en la fría habitación, un grito femenino lo sorprendió. En su interior, su monstruosa felicidad creció. Dolor. Eso le gustaba.
Volvió su cuerpo hacia la figura encadenada en un rincón de la sala. Tenía sus delgados brazos colgando hacia arriba, debido a las cadenas de hierro oxidado que le sujetaban las muñecas. Tras ella tenía a un hombre, con látigo en mano, que de vez en cuando la torturaba con él.
La presa era una mujer cuya hermosura estaba camuflada por la suciedad, la sangre y los harapos que vestía. Su cabello castaño oscuro estaba sucio y enredado. Parecía que ya no tenía solución.
Gouverón se acercó a ella con calma. Se colocó justo en frente de su cuerpo, y cogiéndola de los pelos, la obligó a que lo mirara.
–Hola, preciosa.
Enseguida que la mujer averiguó quién era el hombre que tenía delante, le lanzó un escupitajo. Gouverón se quedó rígido en el sitio, y con una mano se secó la cara. Todos en la sala creyeron que no iba a hacer nada, cuando de repente alzó la mano. El sonido del guantazo resonó en las cuatro paredes. Dos gotitas de sangre se estrellaron contra el suelo de piedra. Tanto el guardia que todavía aguardaba en la puerta como el hombre que había estado torturando a la mujer, lanzaron un respingo. Los cabellos despeinados de la mujer ocultaban su propio rostro, lo que impedía ver cuál era su expresión en aquel momento. Lo que estaba claro es que se había cortado el labio, porque una pequeña gota de líquido rojizo resbalaba hasta su barbilla, quedándose ahí para luego manchar el suelo desnudo.
–Seré breve –habló entonces Gouverón–. ¿Dónde está la base de la Séptima Estrella?
La mujer no respondió. Enseguida sintió otro latigazo en la espalda. Pero esta vez apretó los dientes para no gritar. De nuevo, Gouverón la cogió de los pelos y colocó su rostro a la altura de el de él.
–Responde, maldita adúltera –replicó Gouverón.
Al oír aquello, la expresión de la mujer cambió. Su odio hacia aquel hombre creció desmesuradamente. No le gustaba que le hicieran recordar los tiempos pasados...
–No pienso confesar –contestó, intentando mantenerse lo más fría posible.
Gouverón lanzó una risotada, pero la mujer mantuvo su semblante férreo e impenetrable.
–Sabes lo que te pasará si te niegas, ¿y aun así sigues insistiendo? Eres más estúpida de lo que creía.
–Me da igual si muero o no.
Gouverón volvió a reír.
–¿Crees que permitiré que mueras tan feliz? De eso nada –sonrió–. Vas a pasar hasta el último de tus días en esta misma habitación de tortura. Todas las semanas bajaré para ver si hay progresos.
–Me da igual –repitió.
–Al parecer tienes mucha fuerza interior –observó Gouverón–. Si consigues sobrevivir un mes más, te dejo libre.
–Pero señor... –irrumpió el guardia, alarmado.
–¡Silencio! –bramó Gouverón–. Aquí se hace lo que yo ordeno.
Habiendo terminado de hablar, soltó a la mujer y se levantó del suelo. Con un gesto, le indicó al torturador que siguiera con su trabajo. Este asintió y enseguida se puso a azotar a la mujer. Con toda la tranquilidad del mundo, Gouverón y el guardia salieron de la sala, cerrando la gruesa puerta de hierro tras de sí.
Entre latigazo y latigazo, la mujer intentó poner la cabeza recta. En la pared de enfrente, rozando el techo, había una pequeña rendija por la que entraba un poco de luz solar. Sus ojos se empañaron en lágrimas, y su corazón se llenó de nostalgia. Había perdido la noción del tiempo; no sabía cuántos años llevaba allí encerrada.
Antes de caer inconsciente a causa del cansancio, pronunció cinco palabras. Dos palabras que, a pesar de haberlas dicho en voz baja, para ella sonaron mucho más fuertes que los latigazos de su espalda.
–No os olvido... Os quiero.