Miembros de la Séptima Estrella

domingo, 19 de mayo de 2013

[L1] Capítulo 28: Sonrisas por felicidad

¡Sorpresa!
Al fin subo, ¡AL FIN! Siento haber tardado casi tres meses... Entre unas cosas y otras, nada, ¡no había tiempo ni inspiración! Pero al final lo tengo, ¡y estoy muy orgullosa de él! Se descubren bastantes cosas que yo quería contar de hacía tiempo... ¡Y que me emocionan mucho! (No digo que a vosotros os tiene que emocionar por la fuerza... ¡Cada uno es como es!).

ANTES DE NADA, QUIERO AGRADECER A SMILE HAPPY Y *KURONEKO*, QUE ESTÁN LEYENDO LA HISTORIA ACTUALMENTE DESDE EL PRINCIPIO. MUCHAS GRACIAS, DE VERDAD, ADMIRO QUE HAGÁIS ESO. OS RESPONDERÉ A ALGÚN COMENTARIO PORQUE SI NO ME SABRÁ MAL (no quería líos, pero será mejor, para que veáis que de verdad os leo). Y A ANYI TAMBIÉN, QUE SIGUE AVANZANDO POCO A POCO. <3

Por si acaso después de tanto tiempo se os ha olvidado cómo va la cosa, cuento un poco por dónde se había quedado el anterior capítulo:
Crad y Melissa habían sido arrestados por los guerreros de Gouverón, después de conocer a un brujo que decía que su deber era llevarse a Melissa. Inya le planta un beso a Koren en un callejón de Rihem y luego huye avergonzada. Syna se ofrece a entrenar a Gabrielle. ¡Además Koren, Inya, Syna y Gabrielle deben coger el mismo barco hacia Digrin en unos días!

Otra cosita (y ya está, es la última). Se me ha hecho un poco largo este capítulo (11 páginas o así es el que tiene el colgado aquí). Tanto que lo he partido en dos capítulos distintos, así que ahora la historia tiene un capítulo más de lo pensado. Pondré los capítulos que faltan para que se termine la historia en la barra derecha del blog. (¡YA CASI TERMINO! *-*).

Arrivederci! ¡Gracias por leer!



Habían pasado varios días durante los cuales Melissa y Crad habían estado recluidos en aquel carro que no cesaba de moverse de un lado a otro, con la cabeza cubierta y manos y pies atados.
Hasta que llegó el día en que el carro se detuvo y, tras desatarles la cuerda de sus tobillos, los cogieron y los hicieron salir de allí, haciéndolos caminar a ciegas. Los sujetaban fuerte para que no pudieran escapar, y por si acaso colocaban la punta de la espada en sus espaldas, por si a alguno se le ocurría defenderse. Los jóvenes sintieron que entraban en una casa, o algo por el estilo. Tras caminar un rato, bajaron unas largas escaleras que no paraban de girar sobre sí mismas, como unas escaleras de caracol, que los llevaron a un lugar frío, húmedo y con un hedor en el ambiente casi insoportable.
—¡No quedan celdas libres! —gritó alguien en la lengua de Gouverón, y que solo entendió Crad.
—¡Pues que compartan celda! —bramó otro, el que sujetaba a Melissa.
—Pero en distintas, que si no nuestro Señor podría enfadarse —comentó otro.
—¡Pues con presos diferentes! ¡Vamos! —ordenó un cuarto.
Así, tras caminar por distintos pasillos por los que se oían lamentos, gritos y golpes, el que sujetaba a Melissa se detuvo. Esta oyó tintineo de llaves y cómo se abría una puerta, pero no dejó de sentir la espada rozando su camisa, así que decidió no moverse. Otra celda se abrió detrás suyo, y algo cayó al suelo con un gran estruendo.
De repente, el que sujetaba a Melissa la zarandeó con brutalidad y la empujó hacia el interior de la celda que previamente había abierto. Luego la puerta se volvió a cerrar y las llaves dieron varias vueltas en la cerradura. Melissa seguía llevando el saco en la cabeza, pero una vez liberada del guardia, se lo quitó agitando la cabeza con energía. Tampoco sintió mucha diferencia, pues la celda estaba completamente oscura, y solo entraba luz desde un pequeño ventanuco en la parte posterior de una de las paredes, y de la pequeña rejilla que había en la puerta.
—¡Demonios! —chilló, frustrada, dándole una patada a la puerta de hierro.
Se hizo daño a causa de la dureza de esta, pero no se quejó. De hecho, gracias a la adrenalina que tenía en el cuerpo, no lo sintió casi. Pero el dolor de la angustia sí lo notaba. Se encontraba encerrada en un sitio demasiado pequeño, sin ninguna posibilidad aparente de salir, ni siquiera cavando, pues el suelo resultaba ser de piedra también.
La claustrofobia volvió a afectarle. Con desesperación, intentó separar las manos para romper las cuerdas. Pero lo único que consiguió fue que se le enrojecieran las muñecas y le dolieran. Entonces apoyó la espalda contra la pared de piedra y tanteó con las manos para buscar algún saliente donde pudiera frotar su cuerda y romperla. Lo encontró, y empezó a frotar. Estuvo mucho rato así, hasta que al final la cuerda cayó al suelo y sus muñecas doloridas quedaron libres. Las movió, haciendo círculos en el aire. Las sentía dormidas. De repente suspiró, nerviosa, y se arrastró hacia la puerta a gatas. Se sentó allí, muy pegada al frío hierro. Quería sentirse lo más cerca posible de la salida, para al menos calmar un tanto su fobia.
—Si te pones ahí, cuando abran la puerta te van a aplastar —dijo súbitamente una voz femenina en la oscuridad—. Son muy brutos.
Melissa se alertó y escudriñó cada rincón del cubículo con la mirada, hasta que distinguió un bulto en las sombras que parecía respirar con cierta dificultad. No se había percatado de él hasta entonces. Por suerte para ella, le había hablado en español.
—¿Quién eres? —preguntó, asustada y curiosa al mismo tiempo.
La escasa luz que entraba desde el ventanuco permitió distinguir cierta sonrisa en el rostro de la figura.
—¿Qué importa eso ya?
Melissa frunció el ceño. La respuesta le había parecido extraña, y se preguntó si aquella persona llevaba allí mucho tiempo y el encierro la había llevado a enloquecer.
Intentó enfocar la vista y descubrir algún rasgo de la mujer. Le incomodaba hablarle a alguien que no lograba ver. Le pareció atisbar que sus vestiduras estaban incompletas; eran simples jirones sucios. Cuando la figura se removió un poco —quizá para colocarse en una mejor posición—, se oyeron el roce de unas cadenas, lo que hizo que Melissa se diera cuenta de que tenía un grillete en el pie, del cual salía una cadena que nacía en la pared de piedra.
Ninguna de las dos habló durante un buen rato. Melissa no supo qué responder, y la otra mujer no añadió nada más. El silencio perduró hasta que una débil luz azulada comenzó a tintinear en el pecho de Melissa. Esta, asustada, miró hacia ella, la cogió y la estudió. Se trataba de la piedra azul de su colgante. Lanzaba leves destellos en unos intervalos de tiempo irregulares. Parecía vibrar, y cada vez con más intensidad. Así, con cada resplandor, la celda se tornaba mucho más clara, y en esos momentos Melissa pudo observar a la mujer y descubrir que tenía heridas por todo el cuerpo. Su cabello castaño oscuro tenía diversas calvas esparcidas aleatoriamente y sus ojos eran verdes. Esta última característica fue la que más le costó vislumbrar, pero lo que sí que vio enseguida fue su demacrado rostro, desfigurado por una expresión de sorpresa. Sus mejillas estaban hacia dentro, y sus labios eran una simple línea morada y llena de cortes. Además, parecía que sus ojos fueran a salirse de sus cuencas en cualquier momento. Una visión espeluznante.
Súbitamente, la piedra lanzó un destello cegador que obligó a Melissa a cerrar los ojos con fuerza, e incluso estuvo a punto de arrancarse el colgante y tirarlo al otro lado de la habitación. Pero luego fue disminuyendo, al mismo tiempo que se oía un gemido al otro lado de la puerta y pequeños pasos descalzos que se alejaban corriendo.
—¿Por qué tienes tú eso? —saltó la mujer de repente.
—¿La piedra? La tengo desde siempre —respondió Melissa, sobresaltada ante la ansiedad que la mujer mostraba.
—No lo entiendo... —murmuró esta—. ¿No recuerdas cómo llegó a ti?
—No... —musitó, algo confusa por el reciente interés en ella.
—Bueno, da igual. Dámela ahora mismo.
Melissa se la quedó mirando con el ceño fruncido.
—¿Por qué debería dártela? —preguntó, comenzando a ponerse nerviosa ante la idea. Aquel colgante se había convertido en algo muy personal para ella.
—Porque esa piedra no es tuya. Pertenece a otra persona, así que, por el bien de Anielle, es mejor que me la des para que yo pueda entregársela a su verdadera propietaria. Quién sabe lo que podría ocurrir si eso cae en malas manos...
—¿Y por qué debería creerte? —alzó la voz—. He llevado este colgante toda mi vida, y no quiero perderlo así como así. Si de verdad fuera de otra persona, ya han pasado dieciséis años o quizá algo menos. No pienso entregártelo
—No conoces el poder que tienes en tus manos —replicó la mujer—. Por culpa de esa piedra, murieron muchos... —Se atascó suprimiendo la palabra—. Si sigues siendo tan imprudente llevándola siempre a la vista de todos y tratándola como si fuera una simple piedra, tanto tú como los supervivientes van a sufrir de nuevo.
—¿Los supervivientes? ¿A quiénes te refieres?
La mujer suspiró.
—Tú no eres de Anielle. Viniste de la Tierra, ¿verdad?
Aquello dejó a Melissa estupefacta.
—¿Cómo lo sabes? —susurró.
—Por tu forma de hablar y actuar. Además de que has dicho que han pasado dieciséis años desde que tienes el colgante, y no sería posible, porque el colgante se perdió hace unos siete años. Eso es una gran pista de que has estado viviendo en la Tierra, pues allí el tiempo pasa mucho más rápido que en Anielle. Y por último, tu acento. Tienes un acento que me recuerda mucho al de allí.
—¿Tú eres de la Tierra?
La mujer rió débilmente, y por ello tuvo que tomar mucho aire después. Parecía muy débil, y Melissa lamentaba que podría no quedarle mucho tiempo de vida.
—En absoluto. Nunca he pisado ese mundo. Pero muchos brujos sí.
—¡¿Brujos?! —se sorprendió Melissa.
La mujer abrió los ojos como platos, lo que proporcionó otra visión terrorífica. Miró a Melissa con ellos, y esta se estremeció entera.
—No debería haberlo dicho.
—No entiendo... —siguió hablando Melissa, ignorándola—. ¿Quieres decir que en la Tierra hay brujos que vienen de aquí?
Hubo unos segundos de silencio, hasta que la mujer suspiró.
—Creo que será mejor que te lo explique. Teniendo tú la piedra, no hay peligro de que nos escuche uno de ellos. —Se aclaró la garganta y prosiguió—: ¿Sabes algo de la Batalla de los Brujos?
—No.
—Fue una guerra que empezó casi cuando yo nací. Los antiguos reyes quisieron eliminar a todos los brujos de Anielle, viéndose amenazados por su gran poder. Así, los brujos fueron perseguidos y ejecutados, por lo que tuvieron que esconderse. Años y años investigando nuevos lugares donde hacerlo, descubrieron la Tierra. Pero quisieron utilizarla lo menos posible, pues sabían que no podían adaptarse a ese mundo así como así, y sabían que podrían causar daños en él. —Tosió de repente, interrumpiéndose. Después de aclararse de nuevo la garganta, siguió relatando—: Por aquel entonces yo era una joven adolescente que conoció a un brujo. Gracias a él supe todo sobre ellos, e incluso me llegué a sentir como una de ellos. Pero no lo era en absoluto. —Volvió a callar, reprimiendo notablemente un sollozo—. Pero eso no viene a cuento. El caso es que los reyes mandaron crear dos objetos mágicos utilizando una piedra especial de las montañas del reino de Herielle, que rehusaba a los brujos. Uno de los objetos era la Piedra Rastreadora, que es la que tienes tú. Detectaba a los brujos, por lo que los soldados lo tuvieron fácil para localizarlos, aunque muchos de ellos también murieron por los ataques de los brujos. Por otro lado, la Daga Mortal, una daga que, al estar hecha con el mineral que recluía la sangre bruja, los hacía sufrir al mínimo roce. Pero claro, los brujos, cuando están muy cerca de esos dos objetos, aunque no lleguen a tocarlos, también sufren, como has podido comprobar con el que ha pasado por aquí hace unos momentos.
—Espera, espera —saltó Melissa de repente—. La piedra se ha iluminado porque ha venido un brujo. Un superviviente como has dicho tú.
—Sí —asintió la mujer—. Pocos sobrevivieron, y alguno de ellos fueron arrestados para intentar extraer su poder. Obviamente no surtió efecto, y al cabo del tiempo murieron por los duros tratamientos a los que les habían sometido o porque los sacrificaban directamente. —Se quedó en silencio, pensativa—. Bueno... en realidad uno huyó, con secuelas como la ceguera... pero espero que haya sobrevivido —susurró.
—Pero... —Melissa tenía la mente en el hecho que acababa de ocurrir—. Entonces, ¿aquí ha venido un brujo?
—Sí, posiblemente sea de Gouverón. Tú piensa que él solo quiere poder, y un brujo tiene mucho. Podría haber adiestrado a uno desde pequeño para que le sirviera.
—¿Y cuándo y por qué se perdió la piedra? —preguntó, cada vez más curiosa por la historia. Aquello era bueno, pues se estaba entreteniendo y cada vez se olvidaba más de que se encontraba encerrada en una celda.
—Se perdió en cuanto Gouverón usurpó el trono a su primo, el rey. Los reyes de por aquel entonces quisieron ayudar al único hijo que habían conseguido tener, por lo que le dieron la piedra para protegerlo, y lo escondieron, no sé cómo ni dónde. Se dice que una criada se lo llevó consigo y lo escondió.
—Entonces el hijo de los reyes todavía andará suelto por ahí... ¿Pero por qué tengo yo la piedra?
—Esa es la cuestión. Pero te equivocas en lo de que el heredero está libre. Para empezar, se trata de una chica, y no un varón como todo el mundo cree Y la encontraron hace tres años, cuando ella tenía cuatro. La encerraron aquí abajo, muy cerca de esta celda.
Melissa se quedó pensando unos segundos. Una corazonada le hizo hablar:
—¿Está en la celda de al lado? —preguntó en un susurro.
—Era fácil de adivinar —dijo la mujer solamente.
Recordó el momento en el que la habían encerrado allí. Justo antes había oído que la puerta de al lado se abría y tiraban allí a Crad.
—¿Es la de mi izquierda?
—Sí.
Y entonces descubrió que Crad estaba compartiendo prisión con la mismísima heredera legítima. Y que seguramente él no lo sabía.
De repente, se oyó la risa de una niña.

* * *

Había conseguido deshacerse de las cuerdas que le ataban las manos con facilidad, sin alterarse en ningún momento. Según lo que había oído, no había habido nadie que hubiera salido de allí nunca. Por mucho que le doliera, debía aceptarlo cuanto antes posible.
Lamentablemente, Crad no se rendía así de fácil, y su cabeza llevaba ya mucho rato cavilando numerosos planes de huida, cuando una voz lo interrumpió.
—Eres mono.
Crad se sobresaltó y giró la cabeza hacia la voz. Allí descubrió una pequeña figura con los brazos en alto y sujetos por unas cadenas. La luz que entraba por el ventanuco permitía distinguir un largo y alterado pelo rubio y un pequeño rostro aniñado. Y por lo que pareció averiguar, ningún tipo de ropa cubría su cuerpo infantil. La niña estaba completamente desnuda.
—¿Qué hace aquí una niña tan pequeña como tú? —preguntó Crad, sorprendido.
—No lo recuerdo —respondió esta—. Estaba jugando cuando me trajeron aquí.
—¿Y cuándo fue eso?
—No lo recuerdo.
Crad suspiró, apenado por aquella pobre chiquilla. Porque no podía estar en la calle, con otros niños de su edad. No entendía qué había podido hacer alguien de su edad para estar allí. Además le hablaba en la lengua de Gouverón, pero lo hacía con mucha torpeza, como si no la hubiera aprendido bien.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó, para saber algo más de ella.
—No lo sé.
Decidió no hacerle más preguntas. Le recordaba a Cede, y aquello le dolía, pues lamentaba que no pudiera verla más. Cansado de estar de pie, se sentó en el suelo, apoyando la espalda en la pared, aunque manteniendo una distancia considerable entre la niña y él. Sentía que esta lo miraba, pero no dijo nada.
—Eres mono —repitió la pequeña.
Eso hizo sonreír a Crad, aunque lo hizo más por compasión que por el orgullo de recibir un piropo.
—Tú también lo eres —dijo.
—Me gustaría mirar mi cara. No sé cómo soy.
—Yo te lo digo: eres preciosa. Como una princesa.
Crad quería hacer algo por aquella niña. Se sentía tan mal por ella que decidió intentar animarla. Y lo consiguió, porque la niña sonrió enseguida.
—Cuando sea reina, ¿podrás ser mi rey? —saltó de repente.
El joven se sorprendió de lo que acababa de pedirle. Lo había dicho con seguridad, muy convencida. Creyó que estaba jugando, así que volvió a sonreír.
—¡Por supuesto que seré el rey de una reina tan bonita como tú! —exclamó.
—Pero soy pequeña.
—¿Y qué? —saltó Crad, con una emoción que iba intensificándose a medida que hablaba. El querer animarla a ella, había hecho que él retrocediera a la infancia, y se sentía como un niño pequeño, lo que le hacía olvidar la situación en la que se encontraba—. Te cogeré en brazos, puedo cargarte.
—¿Seguro? —preguntó la niña, fingiendo que no estaba del todo convencida.
—¿Estas menospreciando mi fuerza? Oh, pero si estoy muy fuerte, mira, mira —decía mientras exhibía sus bíceps de forma teatral.
La niña reía, divertida. Crad la observaba reír con una sonrisa. Hasta que de repente su carcajada se interrumpió con un estornudo.
—¿Tienes frío? —preguntó Crad, preocupado.
—Sí... —susurró—. Me quitaron la ropa porque descubrieron que hablaba con la mujer de al lado.
Aquello indignó a Crad. No comprendía cómo podían robarle la niñez a alguien de una forma tan cruel. Rápidamente y sin pensárselo, se quitó la camisa y caminó hasta la niña. No había forma de ponérsela bien, pues las cadenas lo impedían. Al final abrochó los botones de la camisa alrededor de su cuerpo. La camisa le iba grande y le caía, por lo que pasó las mangas por su espalda y rodeó varias veces el torso de la niña con ellas, hasta que no pudo más y le hizo un nudo.
—No abrigará mucho, pero no puedo hacer más, a no ser que me quite los pantalones —dijo.
—Estoy bien —sonrió la niña—. Gracias. —Se quedó mirando el cabello de Crad un buen rato—. ¿Puedes poner la cabeza en mi mano?
Al principio a Crad le extrañó, pero al final lo hizo. La mano de la niña acarició su pelo con dulzura y mucho cuidado, como si temiera hacerle daño.
—Es suave.
Crad rió levemente.
—Pues hace mucho que no pasa ningún peine por él —dijo.
—Por el mío tampoco.
Crad colocó su rostro frente al de ella, y pasó una mano por su pequeña cabeza, acariciándola. Ninguno de los dos dijo nada, simplemente se miraban en la oscuridad.
—¿Qué haces? —preguntó la niña de repente—. ¿Qué es eso?
—Es una caricia —explicó.
—Caricia... —repitió, asintiendo—. Me gusta mucho.
El chico volvió a sonreír, y al cabo de un rato se sentó a su lado, apoyando la espalda en la pared, encogiendo las rodillas y colocando los brazos sobre ellas. La niña no dejaba de mirarlo.
—¿Qué pasa? —preguntó Crad.
Entonces la niña bajó la cabeza y se quedó con la vista fija en el suelo, pensativa.
—Hace mucho tiempo que ninguna persona ha estado tan cerca de mí —habló tras unos segundos de silencio—. Hace mucho tiempo que no siento el calor de otro cuerpo junto a mí, alguien a quien pudiera mirar a los ojos. Muchos dicen que se acaban acostumbrando a esta situación, pero yo creo que no es así. Una persona no se puede acostumbrar a algo así, simplemente lo asume, se hace a la idea y hace acoplo de fuerzas para vivir con ello. Y así, el tiempo deja de tener el mismo significado que para aquellos que están libres, ajenos a todo esto. Prácticamente el tiempo deja de existir, y los días terminan por desaparecer. Lo único que cuentas es las veces que te dan de comer. Es lo único que debes tener en cuenta, pues puedes dormir cada vez que tengas sueño. Pero no quiero explicar mi vida a alguien que acaba de llegar, pues es muy aburrido. ¿Aunque quién soy yo para hablar de aburrimiento? A mí ya no me quedan emociones, sentimientos. O al menos eso creía. —Volvió de nuevo al cabeza hacia Crad, quien la observaba boquiabierto—. Gracias a tu llegada lo he comprendido. He comprendido que los sentimientos no desaparecen, que no hay nadie, como se dice, frío. Todos quieren sentir, pero no todos pueden. Es una pena que mucha gente no se dé cuenta de ello. Pero antes de que se me olvide, me gustaría pedirte un favor. Estoy segura de que tú escaparás de aquí, así que, por favor, olvídate de este lugar. No lo recuerdes, ni a él ni a mí. Sigue tu vida y tus metas. Que nada de este lugar te nuble. Que nada de esto te impida ser humano. Antes de morir, vive. Antes de matar, piensa. Antes de llorar, sonríe. Aprovecha cada minuto y cada oportunidad que la vida te dé, y no te cierres en un caparazón de frialdad y seriedad. Sé quién eres, y sé que has sufrido y reclamas venganza. Sé que te has entregado completamente en la guerra. Tú sabes que estás sacrificando tu vida por aquellas que un día expiraron ante tus ojos. Eso no está bien. Lo sabes, pero no lo reconoces. ¡Yo te lo digo! Agradécele al mundo lo que la vida te ha dado. Convierte tus pesadillas en lecciones, sueños en realidad. Así te harás feliz a ti mismo y a los de tu alrededor. Y a mí, sobretodo a mí. ¿Que por qué? —sonrió—. Porque tú me salvaste del hambre, y yo intento salvar tu vida para devolverte el favor. Gracias, chico de la leche.
Después de oír aquello, reinó un pesado silencio. Ambos se miraban. Los ojos de Crad brillaban. Había comprendido en el último momento quién era esa niña. "Chico de la leche" había dicho. ¿Cómo podía acordarse ella de eso si había ocurrido cuando era todavía un bebé?
Sí, por aquel entonces Crad vivía en Rihem, y Gouverón acababa de tomar el trono apenas un mes atrás. Él tendría diez años, y aún quedaba un año entero para que la catástrofe del incendio ocurriese. El Crad de entonces bajaba a comprar leche cuando, en la puerta de la tienda de la lechera expulsaban a patadas a una familia con dos bebés, los cuales lloraban. La gente pasaba junto a ellos sin hacerles caso, pero Crad sí se fijó. Dubitativo, entró en la tienda y saludó con una simple inclinación de cabeza a la lechera, una mujer entradita en carnes que siempre iba con vestidos de colores vistosos. Le entregó el dinero exacto que su madre le había dado para leche suficiente durante cuatro días para él, su hermana y sus padres. Al salir, Crad se paró en medio de la calle y volvió la cabeza hacia los llantos de los bebés. Tras habérselo pensado un rato, se dirigió hacia la familia, jarra de leche en mano. La dejó frente a ellos, con timidez y mirando al suelo. La familia se lo agradeció eternamente, y aquel día los bebés pudieron beber leche y calmar su hambre. La mujer, entre lágrimas de emoción, le juró que jamás olvidaría aquello, y pidió a los dioses felicidad eterna para un corazón tan bondadoso como el de aquel muchacho. Así, aquellos cuatro días, Crad prescindió de su ración de leche, aunque su madre se ofreció a darle su parte. Pero él lo rechazó, explicando que quería hacerse responsable de su acción, porque si no, no sería justo.
—¿Cómo sabes que yo era ese chico? —preguntó Crad, con los ojos abiertos como platos.
—No lo sabía con seguridad —admitió la niña—. Mi madre nos habló de ti como un héroe de cuento a mi hermana y a mí cada noche. Al verte entrar aquí me recordaste al chico, pero, sinceramente, no creía que lo fueras. A veces vale la pena arriesgarse. Puedes salir ganando.
Aquello dejó aún más asombrado al joven. Al principio había visto a la niña como alguien inocente y débil, como el resto de niños de su edad. Pero en aquel momento todo era distinto. No aparentaba los años que tenía. Parecía más grande y sabia. O quizá la esperanza la hacía volverse así. Eso le hizo ver que la situación en la que la niña vivía le había obligado a enterrar su infancia antes de hora. La mayor desgracia para una persona.

* * *

La hoja de la espada silbó en el aire, describiendo un arco perfecto. Aunque ese movimiento pretendía ser elegante y amenazante al mismo tiempo, los brazos de la joven aún temblaban por la falta de costumbre de manejar armas de ese peso. Había progresado mucho desde que Syna la había empezado a entrenar, pero aunque los brazos de Gabrielle eran fuertes por los trabajos que había tenido que hacer toda su vida, no estaba acostumbrada a manejar una espada de verdad.
—A tu derecha, ataque desde arriba —indicaba Syna, sentada en la raíz de un árbol.
Gabrielle giró rápidamente su cuerpo y colocó su espada en horizontal sobre su cabeza, como si quisiera detener un ataque. Pero allí no había nada. Syna lo único que hacía era imaginarse gente para entrenar a la muchacha, puesto que no tenían más espadas.
—A tu espalda, ataque hacia tu estómago.
La alumna repitió el giro de nuevo y colocó el arma frente a ella.
—Ataca hacia la derecha e izquierda consecutivamente.
Gabrielle fue veloz como el viento, y por un momento Syna vio a su propio reflejo en ella. La forma en la que puso las piernas, la expresión de la cara y el movimiento se asemejaron tanto a su forma de luchar, que se sorprendió. El efecto con el que movió la espada, el giro... Todo. Pero el fenómeno solo ocurrió durante unos instantes.
—A tu espalda dos, atacan uno detrás de otro a tu estómago.
Siguió sus indicaciones, y esta vez Syna pudo comprobar que lo anterior había sido una simple inspiración de la joven, o quizá una imaginación suya.
Gabrielle se quedó de espaldas a ella. Realizó dos estocadas seguidas hacia dos cuerpos imaginarios que la atacaban de frente. Al terminar, esperó con ansias la orden de Syna, pero lo único que sintió fue un pinchazo en la espalda.
—Estás muerta —se oyó la voz de Syna muy cerca de su oído.
La joven se dio la vuelta lentamente y observó a su mentora con el ceño fruncido. Ésta tenía un palo en la mano, con el cual le había tocado la espalda.
—Pero... —murmuró, consternada—. ¡Eso no vale! ¡Yo esperaba a que me dijeras algo!
Syna bajó el brazo y tiró el palo al suelo.
—Jamás te fíes de nadie, ni siquiera de mí; primera ley —enunció, muy seria—. La segunda es que tampoco esperes demasiado de nadie, y menos en los tiempos que corren. La gente puede usarte para su provecho, y muy pocas personas miran por los demás. Grabatelo bien en la cabeza.
La joven asintió, haciendo una nota mental de todo aquello. En realidad las clases de Syna le parecían interesantes, aunque a veces frías. No confiar en nadie... Eso le parecía un poco triste. Pero retenía lo aprendido en su cabeza igualmente.
De repente, el estómago de Gabrielle rugió. Ambas se miraron, y la joven sonrió tímidamente, intentando no reír. Estaba tan concentrada en su entrenamiento que ni se había percatado de que estaba hambrienta.
—Vamos a comprar algo de comer —ofreció Syna. Pero luego caviló unos segundos—. Aunque si quieres puedes quedarte aquí y practicar los movimientos base que te he enseñado.
—Sí, sí —respondió Gabrielle, entusiasmada—. Ve, ve, yo te espero aquí mismo.
Syna asintió y esbozó una media sonrisa. Luego se perdió entre la vegetación, desapareciendo de la vista de Gabrielle. No tardaría mucho, puesto que habían estado entrenando en los alrededores de Rihem, sin alejarse demasiado de la ciudad.
La hoja de la espada silbaba en el aire y se movía de arriba abajo y hacia todos los lados. Gabrielle practicó distintos ataques y defensas. El cabello no le molestaba, pues se lo había terminado recogiendo en una cola de caballo, hecha de mala manera, pero que al menos le sujetaba las greñas. Así pasó un buen rato, hasta que de repente quiso hacer un ataque rápido a su espalda, girando todo su cuerpo. Por primera vez, el arco que realizó con la espada le salió perfecto, elegante y letal al mismo tiempo. Pero al volverse del todo, lanzó una exclamación ahogada, alejando la espada rápidamente. Allí había una persona, que había salvado su cuello por muy poco. Si se hubiera echado hacia atrás una milésima más tarde, tendría entonces un corte que posiblemente acabaría con su vida. Pero, gracias a sus maravillosos reflejos, había logrado apartarse a tiempo.
—¿Qué te he hecho para que quieras matarme? —saltó el joven, rompiendo el silencio.
Gabrielle no supo con certeza si fingía lástima o lo preguntaba en serio. En todo caso, abrió su mano y dejó caer la espada al suelo, con la sangre congelada en sus venas.
—Oh, dioses —exclamó, casi pálida—. ¡Lo siento mucho, no sabía que estabas ahí!
Las comisuras de Koren se levantaron, dibujando una sonrisa tranquilizadora.
—No pasa nada, es mi culpa, por acercarme a escondidas —se acusó.
Gabrielle lo miró de arriba abajo. Sentía sus piernas temblar a causa del susto. Quería acercar sus manos a él, pero no se atrevía.
—Lo siento... —musitó de nuevo—. Pero... —caviló luego—. ¿Qué hacías ahí?
—Quería asustarte —confesó Koren, burlón. Su rostro no mostraba preocupación alguna, como si lo que acabase de pasar no le importase lo más mínimo—. Al final ha sido al revés. No sabía yo que entrenabas con la espada.
—Empecé hará ya unos cinco días —informó la joven, intentando sonar tan despreocupada como Koren, pero no dio resultado. La voz le temblaba todavía un poco. Había faltado nada más que una milésima...
Sin previo aviso, Koren palpó el brazo derecho de Gabrielle, luego el izquierdo, y por último los dos. La joven se quedó de piedra en el sitio, observando lo que el muchacho hacía con sus brazos. Al final le resultó hasta vergonzoso. ¿Realmente estaba midiendo su músculo?
—Pues tus brazos son fuertes —comunicó, con expresión calculadora—. Debiste hacer muchos trabajos de fuerza antes de esto.
Los músculos de Gabrielle se tensaron al instante, y Koren dejó de palpar y apartó las manos, observando el rostro de la joven. Sintió que la había puesto nerviosa.
—Digamos que sí —contestó, sonriente como siempre.
Koren asintió. Luego, sacó la espada que llevaba en el cinturón —fue entonces cuando Gabrielle se dio cuenta de que no llevaba la gran espada de siempre colgada de la espalda— y apuntó con ella a la chica.
—¿Qué le parece si la reto a un duelo, señorita?
Al principio dudó. Tenía muy reciente el accidente, pero al observar la expresión de Koren, pareció cambiar de idea. Se agachó y recogió la espada del suelo. Luego, se colocó en posición de ataque.
—¿Por qué no?
El primero en atacar fue el joven. Intentó quitarle la espada en un solo movimiento. Gabrielle reconoció el susodicho de sus clases con Syna y supo cómo esquivarlo. Aunque al principio sorprendió a su contrincante, este enseguida intentó nuevos ataques. La joven iba esquivando todo lo que podía, con algo de torpeza, pero al menos lograba su objetivo. Así, el duelo se fue alargando cada vez más.
—¿Y por qué de repente a una chica como tú le da por entrenar la habilidad con la espada? —saltó Koren.
Gabrielle lanzó una estocada que su contrario frenó con un estilo felino.
—¿Qué quieres decir exactamente con “una chica como tú”? —preguntó mientras seguían chocando sus espadas.
—Pues ya sabes... No sé... Eres valiente, pero nunca te había visto tomarte algo tanto en serio. ¿Es por algo en especial?
—¿Ha de haber alguna razón? Simplemente quiero aprender a manejar bien la espada. Nada más.
—Vaya... —murmuró Koren—. Eso está muy bien.
—Además ahora tengo tiempo —siguió Gabrielle—. Quedan unos días hasta que llegue el barco y nos vayamos.
El joven empujó la espalda de su contrincante, dejando por un momento ambas alzadas sobre sus cabezas.
—¿El barco? —dijo. Ambos se miraban fijamente a los ojos, sin nada en medio que pudiese obstaculizarles la visión—. ¿Qué barco?
Gabrielle aprovechó la ocasión y bajó la espada, pero de nuevo se encontró con la hoja de Koren.
—Nos vamos a Digrin —respondió.
—¿En serio? —saltó Koren, alzando ligeramente la voz—. ¡Vaya una casualidad! ¡Yo también cojo ese barco!
La joven iba a decir algo, pero de repente un movimiento la sorprendió. Koren realizó un ataque extraño al cual no le dio tiempo a reaccionar. Su espada salió por los aires y se clavó en la tierra, dejando el arma vertical.
—Entonces nos tendremos que ver durante un mes —comentó el chico, apuntando a Gabrielle con su espada. Luego la bajó y sonrió—. Gané.
A la chica le costó reaccionar ante lo que acababa de ocurrir. Al final sonrió, divertida.
—Ya es la segunda vez que me ganas. Tendré que esforzarme más —dijo.
—Acabas de empezar con la espada. Es normal —comentó Koren, envainando su arma.
—¿Y aquella vez que te gané en el callejón? —preguntó la joven, sonriendo.
—Simple suerte y dejarte ganar un poco —respondió él, devolviéndole la sonrisa.
—Mentiroso —acusó.
De repente, Koren caminó hasta donde estaba la espada de Syna clavada en el suelo, la cogió y se la entregó a Gabrielle. Ambos se miraron y luego el chico se sentó en el suelo. Gabrielle terminó por sentarse a su lado y los dos alzaron la cabeza, mirando las nubes que se descubrían entre las hojas de los árboles.
—Sé tu nombre —saltó Koren—, pero no sé quién eres.
—Tranquilo, yo tampoco lo sé —contestó Gabrielle.
Koren la miró con la duda reflejada en el rostro.
—¿Qué quieres decir?
—No recuerdo nada de mis padres —explicó, sin bajar la vista del cielo—. He estado yendo de una casa a otra sin parar. Por Digrin y por Herielle. No conozco lo que es tener un hogar para toda la vida.
—Vaya... —susurró el joven, algo conmovido—. Lo siento por ti. Creo que sé cómo te sientes.
Solo entonces, ella bajó la vista y lo observó a los ojos. No dijo nada, pero su mirada pedía más explicaciones, así que Koren accedió.
—Mis padres murieron poco tiempo después del nacimiento de mi hermana. Mi hermano nos cuidó a los dos como pudo, con la ayuda de compañeros del ejército de mi padre. Ya pasó mucho tiempo de eso, y yo era muy pequeño, así que apenas recuerdo los rostros de mis padres, algo que me da mucha rabia.
—Oh... Lo siento mucho... —murmuró Gabrielle.
—Estoy bien, de verdad —dijo Koren.
Seguidamente, ambos se quedaron mirando al suelo fijamente, melancólicos, muy juntos.
—Al menos te quedan tus hermanos, ellos pueden apoyarte.
—Mi hermano mayor tiene demasiadas obligaciones, y la muerte de nuestros padres le ha afectado tanto que está obsesionado en honrarlos siendo los mejores guerreros del mundo. —De repente hizo una pausa—. Mi hermana también murió de pequeña. Era una niña con una salud muy débil, todos lo sabíamos. Los médicos le dieron apenas un par de años de vida. Vivió seis. Fue mucho más fuerte de lo que todos nos pensábamos. La quería mucho, y cuando ya no podía estarse en pie y debía permanecer todo el día tumbada, me empeñé en que no se le acercara mucha gente, porque la pondrían nerviosa. En sus últimas días estuve cuidando de ella constantemente, sin separarme un solo instante, a pesar de que solo tenía dos años más que ella.
Gabrielle iba a hablar, cuando Koren siguió:
—Sus últimas palabras fueron dirigidas a mí, un minuto antes de morir...
—Estoy segura de que ella está contigo —saltó Gabrielle de repente, cogiéndole de la mano.
Koren la miró con cara de sorpresa. No había rastros de lágrimas, pero sus ojos sí que reflejaban cierta tristeza.
—¿Cómo? —preguntó, casi sin voz.
—Que tengo la certeza de que ella está junto a ti, cuidándote como hiciste tú con ella entonces. Por eso creo que debes sonreír, para mostrarle que estás feliz. Así ella también lo estará.
—¡Señorito Ladavatt! ¡Señorito Ladavatt, ¿dónde está?! —se oyó a lo lejos.
Gabrielle se volvió hacia la voz, alertada. Reconocía el apellido de Koren por aquella vez que lo oyó en la plaza. Cómo olvidarse. Era uno de los apellidos que más fuerte sonaban entre los guerreros de Gouverón.
En cambio, Koren no apartó la vista de la joven. Seguía sorprendido.
—Te llaman... —murmuró Gabrielle—. Deberías irte...
Solo entonces, el joven pareció despertar.
—Tienes razón —dijo, levantándose del suelo.
Gabrielle también se levantó.
—Hasta pronto —se despidió Koren, sonriendo de lado. Se colocó dos dedos en la frente y luego los echó hacia ella. Un gesto de despedida informal.
—Hasta pronto —sonrió Gabrielle.
Pero no avanzó ni dos pasos, cuando el joven se volvió hacia ella de nuevo.
—Muchas gracias—susurró.
—No me las des —dijo Gabrielle, sonriéndole.
Koren le devolvió la sonrisa y se alejó, perdiéndose en la arboleda, mientras pensaba en lo que Gabrielle le acababa de decir. Seguía sorprendido. Las últimas palabras de su hermana resonaron en su mente como si las estuviera escuchando de sus labios en aquellos momentos.
Fue una mañana, en pleno amanecer, cuando ella lo llamó. Él, dormido en una butaca, su cama durante hacía más tiempo del que creía, se despertó. Corrió hasta su cama, preocupado. Ella le sonreía, y sus ojos verdes brillaban más que nunca. Tenía la piel pálida, ya no se sabía si porque era así o por su enfermedad. Su largo cabello rubio platino estaba desparramado sobre su almohada, aportándole más inocencia y pureza de lo que ya mostraba normalmente. Koren preguntó qué ocurría con tranquilidad. Durante aquel tiempo se había mostrado siempre sereno para no alterarla a ella también. O quizá porque su hermana misma le aportaba la propia serenidad con sus dulces sonrisas y su apacible forma de ser. La niña solo le dijo estas palabras:
“Gracias por todo. Quiero agradecerte todo lo que has hecho por mí, por eso te entrego a ti todas las fuerzas que tengo. No quiero causar más molestias. Saludaré a mamá y a papá de vuestra parte, y les contaré que te has convertido en una maravillosa persona. Después de esto quiero que vivas tu vida sonriendo y que no llores por mí. Porque yo nunca me habré ido. Siempre estaré a tu lado”.
Luego, cerró los ojos. Koren la abrazó mientras las lágrimas le caían sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.
Entonces supo que aquel momento y aquellas palabras jamás los olvidaría.