Miembros de la Séptima Estrella

lunes, 15 de septiembre de 2014

¡Buenos días a todos!

Bueno, me paso por aquí para informar de que me estoy demorando mucho en terminar esta novela, aunque me queda poco. Pero es que una cosa por aquí, otra por allá, o no me viene inspiración o no tengo tiempo. Además estaba en el proyecto de Neminis Terra (http://reivindicando-blogger.blogspot.com.es/). Y claro, me salía trabajo hasta por las orejas. *Aquí podéis ver la entrada donde subí el relato de Neminis Terra http://elviajedemelissa-anac.blogspot.com.es/2014/09/la-mirada-de-dios.html*

Pero estoy aquí además para darle las INFINITAS GRACIAS a Jon Fernández. ¡ÉL ME HA HECHO UNA PORTADA INCREÍBLE!



Lo es, ¿verdad? ¡LO ES! He de decir que yo solo le dije que debía aparecer una gema azul. El resto lo pensó él. ¡Y estoy increíblemente feliz con el resultado! Aquí os dejo sus blogs:
http://thejfcreaciones.blogspot.com.es/http://1cronicasdemeridiam.blogspot.com.es/

Sobre este blog. Ha caído un poco tras la GRAN PAUSA que tuvo (y de la que parece que todavía no se ha recuperado del todo). Y la verdad es que estuve renovando la historia desde el principio. A quién no le ha pasado que llega al final de su historia y se da cuenta de que quiere cambiar más de la mitad de ella. Estoy pensando qué hacer. Si terminarla y seguir con el segundo libro en blogger, o terminar el primero y dejarlo aquí. La verdad es que mucho tiempo no tengo... Pero estoy cavilando qué hacer. De momento intento terminar el primero, y luego ya veré.


Arrivederci!~

viernes, 12 de septiembre de 2014

La mirada de Dios

¡Aquí está mi relato de Neminis Terra! El tiempo no ha ido a mi favor, por lo que no he podido revisarlo muy bien y temo que haya más errores de los que pueda cometer en la vida. Así que me disculpo eternamente.
Ahora os dejo con mi humilde relato. Arrivederci!~



Recuerdo que aquella noche llovía a raudales. Las gotas de agua parecían querer acuchillar la tierra; con odio, con rencor. Pero no era más que una tormenta. No había nada de especial en ella.
Mi atracción la atraía algo que se encontraba delante de la mismísima Puerta Norte de la ciudad Humis. Envuelta en una capa sucia y rasgada como si acabase de sufrir un ataque de lobos hambrientos, había una pequeña figura que no cesaba de golpear las maderas del portón con sus pequeños y malheridos puños. Sobre una de las torres de vigilancia, un guardia lo miraba indeciso, apuntándole con su arco.
—¡Identifíquese! —gritó desde lo alto—. ¡Y descubra su rostro!
Aquel pequeño ser pareció asustarse cuando oyó la voz del hombre. Alzó la cabeza hacia él y lo miró con una expresión de puro pavor. Así le permitió saber al guardia que se trataba de un humano. Más bien de una niña de unos seis, siete años, de grandes ojos color plata.
—¿Quién eres? —preguntó el vigía, sin dejar de apuntarle con el arma.
La niña se lo quedó mirando unos segundos, boquiabierta. Aun así, no dijo nada hasta que el guardia no volvió a preguntar dos veces más.
—¡Mía! —chilló entonces la pequeña. Pareció sorprenderse de su propia voz, porque dio un sobresalto y luego volvió a decirlo varias veces para ella misma.
—¿Mía? ¿Perteneces a esta ciudad? ¿Por qué estabas fuera?
Entonces simplemente volvió a golpear la puerta mientras chillaba y lloriqueaba. Un inesperado golpe de viento se llevó su capa y dejó al descubierto su cuerpo infantil desnudo, reconfirmando su identidad como humana al que resguardaba Humis. Rápidamente, cogió de nuevo su capa y se envolvió con ella, temblando por el frío de la noche y la lluvia.
—¡Voy a abrirte un poco la puerta! ¡Entra! —cedió finalmente el guardia, conmovido ante su situación.
La pequeña se sobresaltó cuando la gran puerta de madera comenzó a chirriar al tiempo que se elevaba del suelo, dejando un hueco cada vez más grande para pasar. Del susto cayó hacia atrás de espaldas y se quedó allí observando.
Dio la casualidad de que aquel a quien todos llamaban Tío pasaba en frente de la puerta, buscando a su hijo adoptivo que se había perdido, con su abrigo de lana y sus botas algo desgastadas por el paso de los años. Aunque casualidad… Quién sabe si una fuerza superior lo llevó a que se encontrase allí en ese preciso instante.
La puerta se detuvo en cierto punto, sin elevarse en su máxima capacidad. Tío se quedó mirando a la niña, quien también lo observaba. Le llamó la atención por sus cabellos platinos y sus ojos plateados. Le recordaba enormemente a su hijo… Pero estaba claro que no lo era. Y entonces la pequeña se levantó a trompicones y, agarrando bien su capa, echó a correr hacia el interior de la ciudad. Sus pies descalzos producían un chasquido cuando pisaban el barro. Y finalmente, se tropezó con algo que encontró en su camino y se precipitó cual larga era sobre el fangoso suelo. Tío acudió corriendo y la ayudó a incorporarse. Se fijó entonces en sus puños llenos de arañazos y en sus pies ensangrentados. Algo había pasado con ella.
De repente, hizo algo que no se lo esperaba. La niña lo abrazó mientras lloriqueaba tan fuerte que incluso se la podía oír por encima del ruido de la lluvia. El vigía, desde lo alto de su torre, los observaba asombrado. El Tío también estaba sorprendido.
En mi caso, sin embargo, me encontraba de lo más aliviado porque todo el plan había funcionado a la perfección. Algo que no me solía ocurrir, pues las mentes humanas son más independientes de lo que uno se imagina.
Observé cómo, bajo la tremenda tormenta que se estaba dando, el Tío llevaba a la pequeña en brazos, cubriéndole la cabeza con la mugrienta capa que había traído consigo.  Corría por las calles inundadas con cierta prisa, como si le fuese la vida en ello. Era consciente de la pulmonía que podía llegar a coger la niña con aquel frío y empapada. No tardaron en llegar a su casa. El Tío dejó a la niña sentada en el sofá de su salón y se apresuró en encender la chimenea. Inmediatamente después fue a buscar ropa limpia y seca. Como la suya le iba a ir escandalosamente enorme, cogió una camisa de su hijo adoptivo, que aunque no fuese de su talla, la diferencia no resultaría tan abismal. La secó con toallas y la acercó al fuego. La niña se dejó hacer como si de una muñeca se tratase. Cuando estuvo ya lista, el Tío le cogió de las manos y le sonrió.
—Puedes hablar, no vamos a hacerte daño —le dijo con voz plácida y tranquilizadora—. Tengo un hijo de más o menos tu edad… creo. Él tiene diez años, ¿cuántos tienes tú?
Pero su respuesta fue el silencio. Sus ojos de plata miraron fijamente los acaramelados del Tío, y no dijo ni una sola palabra. Entonces la apaciguadora expresión del Tío cambió por completo a una de preocupación.
—¿No sabes hablar? —preguntó.
La niña siguió mirándolo como respuesta y abrió la boca para decir algo, pero solo le salió un sonido similar al de “mía”. El Tío no pudo decir nada más, pues la puerta de la casa se abrió de repente y un niño entró al salón precipitadamente. He de decir que estaba tan concentrado en la escena que incluso yo me sorprendí un tanto de su inesperada aparición.
—Lo siento Tío, vi perdido afuera al niño de los Monrok y salí a acompañarlo a su casa. Luego sus padres me dieron de cenar para agradecérmelo e incluso me regalaron una cesta con comida que te la acabo de dejar en la mesa de la cocina. Ya sabes cómo son, y no… —Se detuvo en medio de su explicación en cuanto se percató de la presencia de alguien más—. ¿Quién es ella?
—Me has preocupado mucho, Argen. He salido a buscarte —dijo él, notablemente enfadado.
Tal vez fue la dureza de la voz del Tío o la forma en la que lo había dicho, pero la cuestión fue que, al oírlo, la niña se echó hacia atrás, algo sobresaltada. El Tío la vio y se disculpó inmediatamente, alzando las manos en símbolo de que no era agresivo.
—Lo siento, Tío… —dijo Argen, acercándose hacia él—. ¿Pero quién es esa niña?
—Viene de fuera de la ciudad, pero parece que no sabe hablar —explicó él—. Lo único que sabe decir es “Mía” o algo así.
—¿Fuera de la ciudad? ¡Pero allí solo están las Bestias! —se escandalizó Argen, deteniéndose a medio camino.
—Ella es humana, Argen —lo tranquilizó él, rudo—. Está comprobado y no hay equivocación. No se asemeja a ellos en nada. Es más, se parece demasiado a ti.
Y tenía razón. Sus cabellos eran de un tono platino similar, aunque el de Argen fuese a lo mejor un poco más oscuro. Pero sus ojos se parecían como dos gotas de agua. Idéntico color plata que parecía brillar cuando se exponía a la luz del fuego.
—Eso es absurdo —rechazó Argen, al tiempo que se acercaba.
Lo siguiente que ocurrió fue demasiado rápido para que el Tío pudiese reaccionar —o asimilarlo primero—. Argen en un instante estaba quieto delante del Tío y la niña, y al siguiente se había tirado encima de la pequeña y le había rodeado el cuello con las manos, con intención de ahogarla. La niña chilló e intentó deshacerse de él tirándole de las muñecas. Pero no surgió efecto, pues Argen tenía mucha más fuerza. Su rostro reflejaba una rabia inexplicable y terrorífica, y mientras la miraba, las lágrimas de ella comenzaban a brotar de sus ojos. Cuando al fin el Tío reaccionó, agarró a Argen en brazos y lo alejó de ella. Aunque le costó, pues el otro estaba bien sujeto, lo consiguió.
—¡Argen! ¡¿Se puede saber qué se te ha pasado por la cabeza ahora?!
La pequeña, aterrorizada, retrocedió arrastrándose en el suelo, con los ojos rojos y una mano sobre su cuello malherido. Miró a Argen con un tremendo pavor y se quedó allí inmovilizada, temblando.
Argen gritó en los brazos del Tío. Y entonces el fuego de la chimenea expulsó una pequeña llamarada hacia la niña. Acertó en su camisa, que empezó a arder de inmediato. El Tío tiró a un lado a Argen y corrió hacia la niña, que chillaba atemorizada. Por suerte, consiguió apagarle el fuego tirándole un cubo de agua que había cerca antes de que pudiese causarle quemaduras en la piel. La abrazó una vez el problema estuvo solucionado, y mientras le acariciaba la cabeza, ella sollozaba a gritos. Solo en ese momento, el Tío volvió la mirada hacia Argen.
Se encontraba tirado en el suelo, con la boca desencajada por la sorpresa y los ojos abiertos como platos. Parecía confuso y anonadado.
—¿Qué has hecho, cómo y por qué? —le rugió el Tío.
—No lo sé… —susurró Argen en un hilo de voz—. De verdad, Tío, que no sé qué me ha pasado. No sé cómo… No sé por qué… No sé…
Allí terminó todo esa noche. Confusión y novedad. Comienzo del plan y fin de la paz en aquella casa.

3 años después.
Argen tenía cierto don. O a esa conclusión había llegado el pobre Tío, que durante esos años se había visto envuelto en constantes peleas más allá de las tópicas de hermanos. Argen tenía misteriosos deseos de acabar con la vida de Mía —que así habían acordado llamarla—. Por ello, sus habitaciones estaban cerradas con llave y ninguno de los dos podía salir hasta que el Tío les abriese. Así no podían cruzarse y Mía no corría peligro.
Por otro lado, Argen había estado “entrenando”, si así puede decirse a una labor completamente autodidacta, sus poderes. Aunque contaba con la ayuda y vigilancia del Tío, este no tenía ni idea de cómo controlar algo así. Sin embargo, y sin saber muy bien cómo, Argen se las arregló para lograr controlar sus poderes lo máximo posible. Y al final obtuvo un buen resultado, pues difícilmente se le descontrolaban, como antaño le ocurría a todas horas.
En último lugar, mientras Argen iba a la escuela, Mía se quedaba en casa con el Tío para no coincidir con su extraño hermano. Sin embargo, el Tío trabajó duro para que Mía aprendiese a hablar, leer e incluso algo de matemáticas y más conocimientos. Por desgracia, nunca pudo contarle al Tío cómo había llegado a la ciudad y dónde había estado anteriormente, pues sus recuerdos comenzaban la misma noche del diluvio, tirada en el suelo a unos cientos de metros de Humis. Ignorando ese detalle, Mía resultó ser una niña curiosa y de lo más inteligente, pues su aprendizaje fue muy rápido, algo a lo que el Tío en parte atribuía a su gracia en la enseñanza. En esas clases, Mía entendió con quién la habían confundido. Y no pudo dormir en muchas noches ante tal historia, mirando por la ventana hacia el horizonte en busca de algún movimiento sospechoso.
Aquella ciudad, Humis, era la última ciudad con humanos en todo el territorio, desde las altas e inescrutables Montañas de Nieve Roja, hasta donde la vista alcanzaba en el horizonte del océano. Antes, todo eso había estado gobernado por la raza humana. Ahora, las Bestias habían arrasado con todo a su paso. Se sabe que antes estas criaturas, que eran descritas como un intermedio de animal y humano, vivían en una isla junto al reino. Dicha isla estaba cubierta por un vasto e inexplorable bosque. Los humanos estaban tranquilos, pues creían que no podían vivir más allá de su bosque. Pero llegó a los oídos de los más curiosos que sus maderas no ardían ante el fuego; se podía decir que eran inmortales. Y cómo no, grandes expediciones se tiraron de cabeza a la isla, con la misión de talar sus valiosos árboles y  llevarse su madera. Las Bestias, en vista de que poco a poco les estaban arrebatando su preciado hogar, se las apañaron para dejar atrás su lado apacible y luchar por su mundo. El día en que eso ocurrió la sangre tintó el estrecho que unía el reino con la isla. Y las Bestias, tal vez no satisfechas con ello, tal vez temerosas de que volviesen más humanos o tal vez porque el sentimiento de victoria sangrienta les agradó, atravesaron el estrecho y comenzaron a aniquilar a todo humano que encontraban a su paso.
Así, la cacería producida por la tan terrible codicia humana siguió hasta que solo una ciudad se mantuvo en pie. Una ciudad que dejó atrás su nombre de siempre y pasó a llamarse simplemente Humis, como las Bestias llamaban a los humanos. Humis era la última ciudad humana. Los habitantes de Humis eran, en teoría, los últimos en su especie. Y resistían a duras penas a los ataques de las Bestias, que últimamente se habían apaciguado. Algo que no tranquilizaba para nada a los humanos, pues creían que podrían estar ideando algún plan.
Volviendo a la alocada casa, poco a poco, y como quien cría a un gato y a un pájaro en el mismo hogar, el Tío dejaba que Mía y Argen se viesen de tanto en cuando para acostumbrarse a su presencia y que Argen aprendiese a controlar su inexplicable ira. Aunque no fue cien por cien un éxito, mejoró mucho, pues podían llegar a pasar algunas horas en la misma habitación sin que Mía corriese peligro. Y siempre que Argen notaba que ya no aguantaba más, era él quien se iba tranquilamente a su habitación.
Todo avanzaba con normalidad, dentro de lo que cabía teniendo en cuenta los poderes antinaturales afines a los elementos que Argen mostraba y la constante alerta de que no pudiese controlarse con Mía. Pero cuando el Tío había logrado acostumbrarse y llevaba todo al día, volvieron a cambiarse las tornas, y un nuevo obstáculo se presentó.
Ocurrió una mañana laboral cualquiera. El Tío preparaba el desayuno, dándole la espalda a Mía, que se encontraba sentada en una silla frente a  la mesa de la cocina. Miraba con demasiada atención un charco de agua que había provocado ella cuando, sin querer, había volcado un vaso sobre la mesa. Entonces entró Argen. Se sorprendió al encontrarse con la niña en la cocina. Al parecer, la dificultad de las pruebas de convivencia estaba aumentando. Pero su sorpresa no se redujo a tal hecho. Con el ceño fruncido, se acercó un tanto a ella, observando qué es lo que hacía. Mudo del asombro, tiró de la camisa del Tío, indicándole que mirase también. Cuando el Tío lo hizo se quedó petrificado.
La mano de Mía estaba abierta y en el aire. Y debajo de ella, sin rozarla si quiera, había una bola de agua flotando que provenía del charco que antes había habido sobre la mesa. No existía física que pudiese explicar aquello.
Los platos que el Tío sostenía se precipitaron al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Eso provocó que Mía se asustase, y la bola de agua se estrellase contra la mesa formando un charco de nuevo.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó el Tío, serio.
Mía lo miró con cierto temor a lo que le pudiese replicar.
—Hace poco que puedo hacer cosas así… —susurró. Luego miró a Argen, quien la observaba boquiabierto, y posteriormente bajó los ojos al suelo—. No sé qué es, pero es parecido a lo de Argen. Tenía miedo a decirlo…
Se hizo el silencio en la cocina. Pasados unos incómodos instantes, el Tío comenzó a bufar y a recoger los trozos de plato rotos.
—Increíble —despotricaba en voz baja—. Esto es increíble. Tengo dos hijos con dones extraños. ¿Qué más puede haber?
Desde mi posición podía observar toda la escena. Y, sinceramente, ese momento me pareció gracioso. La razón fue simplemente que había estado observando al pequeño Argen y lo veía de verdad tenso y arrugando de forma extraña la nariz. Supuse lo que iba a venir, y solo hizo falta que el Tío terminase de hablar para que ocurriese. Argen se tiró sobre Mía, haciéndola caer de la silla. Ambos, uno encima de otro, empezaron a pelearse en la fría piedra del piso. El Tío comenzó a gritar e intentar separarlos. Pero aquel caso fue distinto de los demás. Mientras que antes Mía solo se resistía, entonces pareció querer pelear también. Colocó las manos en los hombros de Argen y una fuerte ráfaga de viento salió de sus dedos, enviando a Argen a golpearse contra el techo de madera, que crujió un tanto.
Pero Mía no se detuvo allí. Y Argen tampoco. Mientras el chico volvía a caer del techo, unas llamaradas de fuego aparecieron en sus puños, que iban a ir directos a la niña. Sin embargo, Mía también fue rápida y de la nada creó dos masas de agua que apagaron el fuego de sus manos. Inmediatamente después, y a unos centímetros de chocarse, una nueva ráfaga de viento salió de sus manos y envió a Argen al otro lado de la habitación. Sin embargo, esta vez Argen utilizó su mejor habilidad: la rapidez. Era capaz de moverse a la velocidad del viento más feroz, algo que siempre había puesto nervioso al Tío.
Se plantó detrás de la niña y le rodeó el cuello con el brazo, con intención de ahogarla. Pero Mía no se quedó parada, y le mordió. Fue chocante ver una táctica tan plebeya en una pelea de poderes impresionantes. Pero dio resultado. Argen se quejó y Mía pudo liberarse de su agarre.
En cuanto él fue en su busca, cayó de bruces al suelo. Notó algo en el pie que lo sujetaba. Miró y su sorpresa fue máxima al descubrir que una de las ramas de la planta que había en la cocina había crecido hasta agarrarle el tobillo. Yo había logrado ver cómo había ocurrido, pero no creía necesario decirlo en voz alta. Estaba claro que Mía era la culpable.
Sin despistarse ni un solo momento más, Mía fue directa a coger el cuchillo de cocina que había en la mesa y lo alzó, directo hacia Argen. El chico la miró con una expresión de terror y empezó a sentir un sudor frío y unas palpitaciones fuera de lo normal.
Por suerte, el Tío cogió a Mía en brazos y la alejó. Ella no tardó en recobrar la cordura, y cuando lo hizo, se sintió de lo más avergonzada y culpable.
—Ahora tú también… ¿Qué has hecho? —dijo el Tío, preocupado y sin atreverse a soltar el brazo de Mía, a pesar de que ya había tirado el cuchillo al suelo y estaba llorando.
A Argen ya no le sujetaba el tobillo ninguna rama, así que se incorporó, ayudándose de la pared, y miró a Mía muy fijamente intentando recobrar el aliento.
—Lo siento mucho… —se disculpó ella, dirigiéndose al Tío y a Argen al mismo tiempo—. No entiendo qué me ha pasado. Por un momento no era yo…
El Tío la miró; luego a Argen, y de nuevo a Mía. Después suspiró, abatido. No había tardado en comprender que, por alguna extraña coincidencia, aquellos dos hijos suyos se parecían mucho más allá del físico.
—Al final sí que seréis hermanos de verdad —murmuró—. Ahora más que nunca tenéis que cuidar lo que hacéis. Argen, tú que ya llevas más años que ella confío en que podrás, aconsejarla al menos, mejor que yo.
—¡¿Qué?! —chilló Argen, mostrando libremente su inconformidad—. ¡¿Pero tú has visto lo que me ha hecho?! ¡Casi me mata!
—Yo te protegeré. En cualquier caso, lo consultaré con la almohada esta noche. Ahora ve tú delante a tu habitación. Volveré a cerraros con llave.
Argen dudó unos instantes, pero finalmente bufó, contrariado, y subió las escaleras al piso de arriba dando fuertes pisotones. El Tío seguía agarrando a Mía, y no la soltó hasta que no oyó la puerta de Argen cerrarse.
—Deje que me vaya —dijo entonces Mía.
El Tío la soltó en respuesta a su petición y se dispuso a acompañarla a su habitación. Sin embargo, Mía le agarró de la camisa y le obligó a detenerse. Él la observó, extrañado.
—No me refería a eso.
Sus ojos todavía estaban enrojecidos por las lágrimas. Pero su mirada mostraba seriedad y decisión, más de la que podría esperarse de una niña de unos diez años.
—No cuentes con ello —contestó entonces el Tío.
—Solo voy a daros problemas, y ya ha tenido que hacer mucho esfuerzo para criarme a mí y a Argen por separado. Y para enseñarme a leer y escribir. Y para controlar a Argen. No quiero darle más trabajo. Ya ha hecho mucho más de lo que jamás podré agradecerle por mí.
El Tío sonrió, conmovido ante sus palabras, y se puso en cuclillas para estar más a la altura de Mía.
—Cariño —mientras le colocó un mechón de pelo tras la oreja—, en primer lugar no me trates con ese respeto. Al fin y al cabo soy tu padre. Y en segundo lugar, no permito que digas esas cosas. Y con la autoridad de padre tuyo que tengo te voy a castigar por todo lo que me acabas de decir. Y mi castigo será que te quedarás en esta casa bajo mi cuidado hasta que te hartes de mí o encuentres a un hombrezuelo de lo más apuesto y que te trate mejor que yo. No acepto un no por respuesta, así que ahora mismo te vas a la cama.
Y sin dar tiempo a replicar, el Tío cogió a Mía y se la colgó al hombro. Mía comenzó a reír y chillar para que la bajase, pero el hombre subió las escaleras y la dejó en su cama.
—Buenas noches, Mía —dijo tras arroparla y, posteriormente le dio un beso en la frente.
Se levantó, y cuando apenas le faltaban dos pasos para llegar a la puerta, la voz de Mía lo detuvo.
—Buenas noches, papá.
Aquello lo sorprendió. Volvió su cabeza hacia Mía y le sonrió, lleno de júbilo por dentro ante sus palabras.
—Buenas noches, hija. —Y salió de la habitación.
Entonces Mía dejó de sonreír y se incorporó sentándose en la cama para poder observar por la ventana que tenía sobre ella, el horizonte. Apenas podían distinguirse manchas que debían ser árboles, pues era de noche. Pero Mía no necesitaba de luz para intuir qué podía haber más allá de las murallas de Humis.
—Lo siento, Tío, pero incluso yo sé que, en esta situación, lo más importante no es encontrar un hombre que me mantenga.

2 años después.
El experimento no salió tan mal como se esperaba. Al final, el Tío dejó que Argen le enseñase lo que él había podido descubrir sobre sus poderes para ayudarla. Eso sí, bajo la atenta mirada del Tío. Sin embargo, y aunque sí que hubo alguna pelea que tuvo que detenerse, poco a poco parecía que Argen dejaba de sentir esos extraños sentimientos que le llevaban a atacar a Mía.
Por otro lado, los impulsos de Mía eran más comunes que los de su hermanastro. Pero en vista de que Argen también se hacía más fuerte, el Tío no se vio obligado a intervenir tantas veces, pues a menudo Mía volvía en sí gracias a la defensa de Argen.
Ambos hermanos se esforzaban, y las cosas en aquella casa comenzaban a normalizarse de nuevo. Ya era común verles utilizar los poderes para encender el fuego o crear ráfagas de viento si hacía demasiado calor. Pero un día, la situación volvió a hacerse más peliaguda, y mi paciencia se vio recompensada. Reconozco que, con cierto sabor malicioso, esperaba aquel momento como un cocodrilo espera a que una gacela indefensa se acerque a beber a la orilla.
Argen tendría ya los quince años, mientras que Mía estaba todavía entrando en la adolescencia. Aunque eso no tuvo nada que ver con lo que ocurrió aquella tarde.
El Tío había salido a hacer recados, dejando solos a sus dos hijos adoptivos. Estos se encontraban sentados frente a la chimenea del salón, practicando sus dones. Fue cuando Mía estaba intentando controlar el fuego de la chimenea —el único elemento que no se le daba tan bien y por el que tantos momentos graciosos me habían hecho estar agradecido de ser un espectador—, que una chispa le saltó en la mano que tenía extendida. Argen se la cogió inmediatamente que ella chilló. La observó muy detenidamente mientras Mía hacía una mueca de dolor.

—Te va a quedar marca, pero tampoco es tan grave —dio el veredicto Argen.
Y entonces ocurrió.
Los ojos de Argen se alzaron hacia los de Mía, y Mía se quedó mirando los de él. Para Mía, aquel instante en el que ambos estaban tan cerca fue una tremenda lucha contra su impulso. Su cerebro comenzó a arder ante el increíble esfuerzo que estaba haciendo por mantenerse consciente.
Sin embargo, y para sorpresa de ella, aquella vez ocurrió algo que venía a ser todo lo contrario al odio. O que realmente era la otra cara de una misma moneda.
Cerró los ojos al sentir que Argen se acercó a ella bruscamente. Y durante unos milisegundos no supo exactamente qué era lo que estaba pasando. Solo había sentido algo distinto en el rostro.
Al volver a abrir los ojos, de par en par, cayó en lo que estaba pasando.
Los labios de Argen besaban los suyos. Los ojos de Argen estaban cerrados. Argen no le había soltado la mano.
Ella chilló y lo empujó. Mía se levantó y se echó unos pasos atrás, con la mano en los labios que acababan de sentir los de Argen.
Él también estaba cubriéndose los suyos, todavía en el suelo y mirándola con los ojos a punto de salírsele de sus órbitas. Como si lo hubiese presentido, la puerta de la calle y apareció el Tío. Al entrar en el salón y ver a sus dos hijos en aquel panorama, comenzó a cuestionarse mentalmente qué era lo que había ocurrido aquella vez y por qué estaban los dos así. Mía se giró y lo miró.
—¡No quiero volver a tener ninguna clase con él! —chilló, quitándose la mano para que la entendiese mejor.
Inmediatamente después, corrió hacia las escaleras, subió al piso de arribo y cerró la puerta de su habitación de un portazo. El Tío miró a Argen; Argen miró al Tío.
—¿Qué ha pasado esta vez? —preguntó, muy serio.
Argen bajó los ojos hacia el suelo, queriendo evitar la comunicación visual.
—Ni yo lo sé… —murmuró.
Aunque al Tío no le convenció su respuesta, fue capaz de interpretar que Argen no quería hablar de ello. Así que nunca se habló del asunto, y el Tío no supo lo que había ocurrido allí hasta pasados algunos años.

3 años después.
Mía no volvió a quedarse a solas con Argen desde aquel día. Durante todo ese tiempo, mostró una indiferencia hacia él que iba más allá del odio irracional. El Tío sentía que no podía con ello. Empezaba a creer que la situación de sus dos hijos lo superaba, pero consiguió mantenerse al margen, alegrándose de tanto en cuando por ver algunos progresos.
En aquellos tiempos, Mía había entrado a trabajar como camarera en una taberna. Y fue en una de las numerosas noches en que el Tío iba a buscarla para acompañarla a casa, cuando uno de los clientes empezó a hablar en voz alta con sus compañeros, atrayendo la atención de Mía, que se detuvo en la puerta antes de salir con el Tío.
—¡Pues así es! —gritaba con voz de llevar unas cuantas cervezas de más—. ¡Nuestro Dios nos ha enviado a dos salvadores!
—Anda ya —replicó uno de los que se sentaban con él en la mesa—. ¿Y eso tú cómo lo sabes?
—Lo dicen los sacerdotes, Maston. ¡Y eso no es todo! Se ve que pueden controlar los elementos.
Mía abrió los ojos por impulso y se giró hacia su Tío. Él también estaba sorprendido por lo que acababa de contar aquel hombre. Sin embargo, nadie de su mesa pareció creerle, pues todos explotaron en carcajadas y le dieron palmas en la espalda diciéndole que tal vez debería dejar de beber por esa noche.
—¡Es cierto! —se quejaba él—. Son una raza divina que proviene de los cielos. Son algo así como “los hijos de Dios”, y no todo se termina en que tienen poderes. Esa raza tiene un instinto de matar a su hermano. Si nace más de uno del mismo vientre divino, estos hermanos están condenados a luchar a muerte hasta que solo uno quede.
—Eso es una burrada —espetó uno, terminándose la que debía de ser su sexta jarra de cerveza.
—Perdone, pero, ¿es eso cierto?
Toda la mesa se volvió hacia la jovencita que acababa de acercarse a ellos y formular tal pregunta, dirigida al relatador. El interpelado la miró de arriba abajo y luego esbozó una sonrisa.
—Claro que sí, belleza. Fue una revelación de los sacerdotes.
Mía se quedó de pie, inmóvil, cavilando y asumiendo la información que acababa de descubrir.
—Si te interesan más historias de las divinidades —intervino de nuevo el hombre—, puedes venir a mi casa. Tengo un montón de libros e información sobre esos temas.
De repente alguien agarró el brazo de Mía y tiró de ella hacia fuera de la taberna. Mía soltó una exclamación y vio que se trataba del Tío.
—Vámonos a casa, Mía —dijo, rudo.
Al salir, ninguno de los dos formuló palabra alguna durante un buen rato mientras caminaban.
—Lo has oído, ¿verdad? —saltó Mía, incapaz de contenerse más.
—¿Cómo intentaba tener algo contigo? Sí. Y no voy a permitir que ese sea tu hombrezuelo.
—Eso no. Y puedes estar tranquilo; ni aunque fuese el último hombre que quedase en estas tierras. Yo me refería a la historia.
El Tío tardó en contestar unos segundos.
—Sí. —Miró a Mía y se dio cuenta de que ella tenía sus ojos fijos en él, a la espera de que añadiese algo más. Finalmente, suspiró—. Yo se lo explicaré a Argen si estás tan convencida. Pero no espero que él también se lo crea.
—¿Tú piensas que es verdad?
—Yo ya no sé qué pensar sobre vosotros dos. He dejado de creer en la verdad y en la mentira, pues cada vez me sorprendéis de una forma distinta.
Y lo que le quedaba por descubrir, pensé yo.

Tan solo pasaron unos días. El Tío le había explicado la historia de la taberna y, como él se esperaba, Argen no se la creyó. Así que las cosas siguieron como antes a excepción de para Mía, que seguía cavilando con aquello.
Fue un día que el Tío había salido. Mía tenía el día libre y se encontraba en la cocina haciéndose el desayuno sobre la encimera. La puerta de entrada se encontraba allí mismo, y no tardó en aparecer por ella Argen, quien no disimuló su sorpresa al encontrarse con Mía a solas.
—El Tío ha salido a hacer algunos recados —explicó Mía, sin dejar tan solo que él preguntase.
Argen se encogió de hombros y se sentó en una silla.
—¿Cómo puedes creerte algo que has oído en la taberna?
Mía dejó de hacer lo que estaba haciendo por unos segundos, pero siguió dándole la espalda.
—¿Cómo no puedes creértelo tú viendo lo que nos ha pasado? Era demasiada casualidad.
—Solo buscaba atención. No es cierto lo que él dice —sentenció Argen, seguro de sus palabras.
—Yo sí le creo.
Entonces, Argen se puso de pie y se dirigió hacia las escaleras del piso de arriba.
—Porque eres demasiado ingenua —dijo cuando pasaba junto a Mía.
Aquello la hizo estallar.
—¡¿Cómo?! —chilló, girándose bruscamente hacia él y manteniéndole la mirada muy de cerca—. ¡Prefiero creérmelo a ignorarlo y no saber lo que nos puede deparar en un futuro! ¿Es que no te das cuenta de que cada vez nos ocurren más…?
Se detuvo en medio de la pregunta. Sus rostros estaban terriblemente cerca, y por primera vez sintió algo distinto al odio o al rencor que le tenía por el beso a traición de hacía unos años. Por primera vez, se dejó llevar por otro extraño impulso. Y sus labios enseguida se chocaron; pero esta vez por voluntad de ambos. Ninguno se apartó aquella vez. Es más, todavía se acercaban el uno con el otro. Mía no podía echarse más atrás, pues tenía la encimera a su espalda, que le servía para apoyarse. Los besos siguieron con las caricias, hasta que Mía volvió en sí, abrió los ojos y apartó a Argen. Argen se apoyó en la mesa, y Mía en la encimera. Ambos se miraron.
—¿Qué ha sido eso y por qué…? —empezó Mía.
—Eso ha sido todo lo que me he tenido que aguantar estos años —respondió Argen. Ante la atónita expresión de Mía, prosiguió a explicarse—: No entiendo qué me ocurrió aquel día, pero no se quedó allí. En un momento dado dejé de querer matarte y empecé a… querer algo distinto.
—Entonces… —comenzó a asimilar ella—, si esto me pasa a mí también, tiene que ser… —Se interrumpió a sí misma y terminó la oración en su cabeza. Luego miró muy seria a Argen—. Hay más.
—¿Qué? ¿De qué hablas?
—Digo que hay más información que no sabemos. Y que podemos descubrir.
—No vas a ir —contestó él, rudo.
—Quiero saber más —defendió Mía, segura de que iba a ir aunque a él no le gustase.
—Puede hacerte cualquier cosa, Mía. Tiene fama de ello.
Mía rio.
—Conmigo no va a poder, y lo sabes.

Al día siguiente, alguien llamó a la puerta del hombre fanático de las divinidades. Al abrirla, se encontró con una linda joven de largos cabellos platinos y ojos color plata que le sonreía dulcemente.
Y tras ella, a un chico algo más mayor, de pelo corto de igual color y ojos del mismo plateado, con los brazos cruzados y observándole amenazadoramente.

Apenas 1 año después.
Para el Tío fue toda una sorpresa observar cómo de bien se llevaban Mía y Argen de repente. Ya nunca más tuvo que preocuparse por separarlos de peleas, pues no había ninguna, ni de dejarlos solos; es más, parecía que lo preferían. Sospechó que algo se estaba cociendo, pero confió plenamente en la inocencia de Mía. Sus razones tendrían.
Sobre la visita al hombre rarito, tan solo confirmaron lo que ya sospechaban. Al parecer, el tío del rarito era sacerdote, y había tenido la gran generosidad de escribir un diario sobre todas las revelaciones. Su sobrino, al descubrirlo, había fisgoneado qué era lo que decía. En efecto, allí indicaba que dos hermanos habían sido enviados allí para salvar a la escasa humanidad que quedaba en el reino y erradicar a las Bestias o devolverlas a su hogar. También explicaba la situación de que dos hermanos nacidos de un mismo vientre estaban condenados a pelearse hasta que uno de ellos decayese. Por desgracia, no encontraron nada sobre los nuevos sentimientos que estaban teniendo dentro de ellos mismos. Así que simplemente lo olvidaron y se dejaron llevar por lo que su instinto les decía. Pero, sobre todo, siempre a escondidas del Tío. Sería un escándalo para él. En cambio no podían esperarse que yo sí los observara todo el tiempo. Aunque algunas veces prefería no hacerlo; al menos al principio, cuando todo era un absoluto descontrol por parte de ambos, más por Argen que por Mía.
Pero el siguiente suceso importante ocurrió una noche en la taberna donde trabajaba Mía. Estaba sirviendo a una mesa donde se encontraba un hombre que hablaba gesticulando exageradamente con un puro en la mano. Al parecer les estaba contando a sus compañeros de mesa algo relacionado con una aventura de su juventud, cuando pasó Mía por el lado y, sin querer, le golpeó la bandeja con la mano que sostenía el puro. Este cayó al suelo, acariciando con su extremo encendido la falda de Mía. Mía, al verlo, se esperó lo que venía. Al ver sus prendas arder, sin pensárselo mucho extendió la palma de su mano hacia ellas, y estas se apagaron sin más. Apenas habían pasado unos instantes desde que habían empezado a arder hasta que las había apagado, pero rezó por que nadie se hubiese dado cuenta.
—Menuda suerte has tenido, muchacha —comentó alguien—. Un poco más y ardes.
Mía sonrió y suspiró aliviada. Al parecer, nadie lo había visto. Miró hacia el suelo y vio, con resentimiento, que la bandeja que sostenía había caído al suelo, derramando el interior de todos los vasos que portaba.
—Ahora lo recojo todo. Lo siento mucho —se disculpó.
Su trabajo perduró unas horas más, hasta que finalmente su jefe le dijo que podía irse a casa. Pero, antes de irse, pudo oír cómo las otras dos camareras, sus compañeras, comentaban que había alguien en una mesa que llevaba horas sin moverse, pero que no se atrevían a echarle porque les parecía de lo más siniestro. Mía dirigió su mirada hacia el lugar que indicaban y vio a una figura sentada en las sombras frente a una jarra, posiblemente vacía, cubierto con una capucha que le ocultaba el rostro. Tras verlo, Mía simplemente lo ignoró y salió de la taberna. Lo que ella no supo es que, al salir, el hombre encapuchado se levantó y también salió de la taberna tras ella.
Mía recorrió las calles oscuras y solitarias sin la compañía de su Tío, pues así se lo había pedido ella. Como aquellos días no podía saber cuándo regresaría a casa, no podía pedirle al Tío que la esperase todo el tiempo despierto. Así que prefería ir sola.
Sin embargo, aquella noche se llevó un susto de muerte.
Al cruzar una esquina se chocó contra alguien. Inmediatamente se disculpó y alzó la vista. Lo que vio la paralizó.
Se trataba del hombre encapuchado de la taberna; estaba segura. Resultaba sacarle alrededor de una cabeza. Pero con la oscuridad y la capucha no podía verle el rostro, y no sabía de quién se trataba. Al fin y al cabo, en aquella ciudad solo vivían un número limitado de humanos. Más allá no había nadie más.
—¿Vos sois Mía? —dijo la figura.
Mía se sorprendió de que la conociese. También descubrió que se trataba de un hombre.
—Así es… —musitó, dudosa—. ¿Y vos quién sois?
—Llámeme Ali —dijo mientras se retiraba la capucha.
Lo único que la joven pudo distinguir con la escasa luz de la noche, fue que su cabello tenía un tono rojizo anaranjado. Y que era ciertamente apuesto. Además, por su sonrisa, parecía de lo más cordial.
—¿De qué me conoce, Ali? —quiso saber.
—Aquí todos conocemos a todos —dijo Ali, encogiéndose de hombros—. Pero no he venido para presentaciones formales. Quiero que sepa que he visto lo que ha hecho en la taberna.
Aquello la dejó paralizada. ¿Podía ser cierto? ¿Había descubierto su secreto? Lo miró muy fijamente, asustada, intentando adivinar en qué estaba pensando por su expresión. Él simplemente sonreía victorioso. Entonces Mía decidió ponerse seria.
—¿Qué quiere de mí?
—No quiero absolutamente nada. Ni de vos ni de Argen.
—¿Cuánto sabe? —preguntó Mía, poniéndose cada vez más a la defensiva.
—Muy poco realmente. Por saber no sabía ni si Argen era así también. Pero por su expresión me lo acaba de decir solita.
Era astuto, había que reconocerlo. Y aquello puso nerviosa a Mía.
—Está bien, hábleme claro y sin rodeos —pidió.
Ali sonrió de nuevo, y el blanco de sus dientes se vio a la perfección bajo la noche.
—Solo me sorprendió su don, nada más. No pretendo hacer nada al respecto de vuestro secreto, así que no debe preocuparse. Siempre y cuando se porte bien…
Aquellas últimas palabras provocaron un escalofrío a Mía. Pero tras decirlas, él se dio la vuelta y se marchó, desapareciendo en la oscuridad. Mía no tuvo más remedio que volver a casa lo más rápida posible; y aquella vez, más intranquila que nunca.
Al llegar se encontró con el Tío y Argen esperándola sentados en la mesa de la cocina.
—¿Qué ocurre aquí? ¿Qué hacéis despiertos? ¿Ha pasado algo? —se intranquilizó Mía.
—Tranquila, Mía, no es nada del otro mundo —dijo el Tío.
—¿Nada del otro mundo? ¿Estás de broma? —saltó Argen. El Tío miró al suelo y Argen se dirigió a Mía muy serio—. Al parecer se ha sabido que hay un topo en la ciudad que está ayudando a las Bestias.
—¿Cómo? —se sorprendió Mía—. ¡Pero ayudar a las Bestias después de todo es una estupidez!
—Parece que él no se da cuenta —acusó Argen—. En todo caso, tú y yo vamos a descubrir quién es y a darle caza.
—¿Por qué tú y yo?
—Eso es una pregunta obvia. Hace tiempo que tú misma lo dijiste. Es nuestro deber, ¿no?
La muchacha miró a Argen, y luego al Tío, que también la observaba fijamente en busca de una respuesta. Finalmente, volvió su atención a Argen.
—Así es —dijo.

No tardaron en ponerse manos a la obra. De hecho, lo hicieron esa misma noche. Ambos hermanos se pusieron a vigilar la ciudad en busca de algún sospechoso. Pasaron varias horas y no encontraban nada —algo que vieron obvio—. Pero cuando ya iban a retirarse a casa, vieron una figura  encapuchada que se dispuso a escalar el muro que rodeaba la ciudad por el lugar menos visible de todos. Por supuesto, aquello llevaba el sello de sospechoso, por lo que Argen y Mía lo vigilaron hasta que lo perdieron de vista. Entonces Mía cogió a Argen y ambos empezaron a alzarse en vuelo con delicadeza. Si la habilidad especial de Argen era la rapidez, la de Mía era poder volar.
Una vez al otro lado, bajaron con disimulo, escondiéndose tras unas rocas. El sospechoso en cuestión se encontraba parado frente a la muralla, al parecer esperando a alguien. Argen le hizo un gesto a Mía para que entrasen en acción, y ambos se cubrieron con sus capuchas para ocultarse el rostro. En un momento en el que la figura estaba mirando hacia el otro lado, ambos se colocaron tras él. Casi lanza un grito al descubrirlos.
—Vaya, vaya, vaya —dijo Argen. Mía pudo sentir el orgullo de victoria que emanaba de su voz—. Al parecer nos encontramos con un auténtico topo.
—¿De… de qué estás hablando, joven? —tartamudeó el impostor—. Yo estoy aquí para… para…
—Tranquilo, no hace falta que busques una excusa, porque no te va a servir de nada. No vamos a caer en un truco tan barato —interrumpió Argen.
Fue cuando el sospechoso se llevó una mano al cinturón que Argen se puso alerta y, de nuevo gracias a su especial habilidad, se plantó tras él agarrándole el cuchillo que iba a sacarse y colocándoselo rozándole el cuello.
—¿Qué intentabas hacer con esto? —le habló Argen al oído.
El otro no habló, simplemente balbució palabras incomprensibles. Estaba demasiado asustado.
—Descúbrele el rostro —ordenó Mía, que seguía parada frente a ellos dos.
Argen lo hizo, y Mía tardó unos segundos en asimilarlo. Su cabello fue lo primero que le llamó la atención. La luz del alba le permitió distinguirlo mejor; era rojizo. Y su rostro tenía cierto parecido al de Ali. Pero no era Ali. Este era más viejo, más mayor. ¿Tal vez… su padre?
No tuvo tiempo a pensárselo más, pues de la nada apareció un ser que se tiró sobre Mía, tirándola al suelo con él encima. Mía chilló y le puso la mano en la cara. Inmediatamente salieron llamas de su palma, que quemaron el rostro al atacante. Este lanzó un aullido y se echó hacia atrás. Entonces todos pudieron verlo mejor.
Se trataba de una especie de lagartija enorme a dos patas. El fuego de Mía le había empezado a desfigurar la cara y se estaba retorciendo de dolor en el suelo. Pero no era el único. Más seres extraños aparecieron, uno detrás de otro. Uno tenía orejas de lobo y el morro puntiagudo; otro, tenía unas gigantescas alas como brazos; otro, tenía cuatro patas y unos enormes cuernos de arce en la cabeza, pero su torso era algo humano. Parecían humanos fusionados con animales. Parecían bestias.
Eran las Bestias de las que tanto había oído hablar Mía.
Uno detrás de otro se tiraron sobre Argen y Mía, ayudando a liberarse así al capturado. Sin embargo, Argen aprovechó su rapidez para presentarse en la espalda de sus atacantes y calcinarlos desde atrás. Mientras, Mía se enzarzaba en una intensa lucha con la Bestia alada sobre sus cabezas.
Para su sorpresa, no les fue difícil vencerlos. Uno detrás de otro fueron cayendo, calcinados o atravesados por gruesas ramas puntiagudas. Su sangre era oscura, casi negra, y no dejaba de gotear sobre el terreno. Mía corrió hacia Argen y lo abrazó, una vez hubieron terminado. El topo había huido, pero allí mismo tenían un montón de cadáveres de Bestias que comenzaban a verse con más claridad gracias al sol que iba iluminando poco a poco la muralla.

Al parecer, algún vigía había visto todo lo ocurrido y lo había comunicado a toda la ciudad. Pero, y algo que se lo agradecieron posteriormente el Tío, Mía y Argen, no comentó nada sobre los extraños dones que poseían. Sin embargo, los dos hermanos se convirtieron en unos auténticos héroes que habían logrado acabar con un ataque de las Bestias. Los llevaron en volandas a la plaza y allí celebraron una fiesta improvisada, sacando todos ofrendas para los salvadores de la ciudad y entregándoles una medalla. Mía y Argen se encontraban de lo más estupefactos ante tanta adoración. Al fin y al cabo, no veían tan impresionante lo que acababan de hacer. Pero, según les explicó un anciano de la ciudad, hacía años que nadie lograba enfrentarse a las Bestias y vencerlas. Por eso ellos habían hecho despertar la esperanza en los corazones de la población.
Entre tanta expectación y multitud, Mía logró distinguir a una sola cabeza pelirroja que se alejaba de la plaza. Sabía que no se trataba del topo, pues lo había visto de frente y lo había reconocido como Ali. Sin pensárselo dos veces, le dijo a Argen que se excusaba un momento.
Agradeció haber salido de tal barullo; se agobiaba con tanta gente. No perdió ni un momento en buscar a Ali, al cual lo encontró sentado en los escalones del portal de una casa. Se acercó y se sentó junto a él. Ali, cuando la vio, se sorprendió, pero no dijo nada. Simplemente se cruzó de brazos sobre las rodillas y apoyó la cabeza sobre ellos.
—Mi padre ha desaparecido —dijo, rompiendo el hielo. Mía lo miró, con cierta compasión—. Ayer por la noche lo vi marcharse, y todavía no ha vuelto.
Mía no sabía qué hacer, pero al ver tan destrozado a Ali, decidió pasarle un brazo por los hombros y acercarlo a él para abrazarlo. Para su sorpresa, Ali le correspondió. Aunque luego pensó que no debía sorprenderle. Estaba de verdad destrozado, pues, aunque no lo dijese, ella sabía que él había intuido que su padre era el topo.
—Ahora la casa se siente muy sola —murmuró, Mía no supo si para sí mismo o para ella.
—Tu padre estará bien, no te preocupes.
—No, no lo está, no intentes tranquilizarme mintiéndome. Ya sé qué era mi padre.
Tal y como sospechaba, se dijo Mía. Con un suspiro, retiró el abrazo y miró a Ali. Él no lloraba, pero sus ojos indicaban que se estaba conteniendo. Mía le cogió de la mano y le sonrió.
—Si quieres puedes venir con el Tío, Argen y yo. No creo que al Tío le importe. Además ya conoces nuestro secreto, por lo que será un problema menos.
Ali la miró un rato y luego sonrió, mostrándose agradecido.
—No hace falta, Mía, de verdad —rechazó amablemente—. Primero fue mi madre, ahora mi padre. Si pierdo mi casa también, me quedaré sin nada de mi identidad. Prefiero apañármelas solo.
—Entonces vendremos a visitarte —irrumpió Mía, decidida—. Y no aceptaré un no.
Ali rio y luego se levantó, seguido por Mía.
—Eres demasiado buena después del encuentro que tuvimos anoche —comentó Ali.
—Solo intentabas asustarme —sonrió Mía—. Pero he de decirte que no lo conseguiste.
—Vaya hombre, yo que quería hacerme el interesante.
Ambos rieron y luego se miraron. Mía se alegró de haber animado a Ali, y Ali se alegró de haber conocido a Mía. Se despidieron y, al volverse, Mía vio a Argen al otro lado de la calle.
—¿Quién era ese? —preguntó, serio.
—Un amigo —respondió Mía simplemente, tranquila.
—No lo conocía de nada, nunca antes te he visto con él.
—¿Por qué tendrías que saber todo de mí?
Argen la agarró del brazo antes de que Mía huyese a la plaza. Ella lo miró con un gesto de dolor.
—Sabes que esto no es ninguna broma, Mía —dijo Argen—. Tenemos que tener cuidado.
—Yo lo tengo, no tienes que preocuparte por mí.
—Eres demasiado inocente. A ti podría engañarte cualquiera.
La bofetada que le propinó Mía resonó por toda la calle. Argen la soltó, por lo que Mía pudo irse.
No se hablaron en días.

Fue un día que el Tío había salido y Argen y Mía se quedaron solos en casa de nuevo. Mía siguió ignorando a Argen, pero entonces él se acercó a ella por detrás y le agarró la mano.
—Siento lo que te dije, Mía —se disculpó—. Me puse nervioso porque tenía miedo de lo que te pudiesen hacer.
Mía se volvió hacia él, y al ver su expresión de arrepentimiento, decidió suavizarse.
—No me van a hacer nada, no te preocupes —le dijo, acariciándole una mejilla—. Pero no puedes ponerte tan nervioso por algo así. Entonces me preocupas a mí.
Argen la miró con los ojos llenos de disculpa. Poco a poco acercaron sus rostros y floreció un beso en sus labios. Argen empujó poco a poco a Mía hasta el sofá, y allí se tumbaron, uno encima del otro, desgastando sus bocas con apasionados besos. Bonita forma de hacer las paces, pensé yo.
De repente, el fuego de la chimenea se encendió solo, atrayendo la atención de Mía y Argen.
—Has sido tú —acusó Argen.
—En absoluto —se quejó Mía—. Soy algo mala con el fuego, y lo sabes. Yo habría incendiado la casa entera.
Argen rio, Mía también, y luego volvieron a fundirse en un beso, dejándoles la sensación de fusionarse el uno con el otro, de convertirse en uno solo. Hasta el último vello de sus cuerpos se erizaba por las descargas eléctricas que el momento les producía. Las caricias y los besos comenzaban a volverse más urgentes, y la pasión crecía a cada crepitar del fuego. Las manos de Mía fueron directos a la camisa de Argen, y empezaron a desabrocharle los botones uno a uno. Mientras, las manos de Argen se entretuvieron con el cordón que unía la blusa de Mía por delante.
Y entonces se abrió la puerta de la calle.
La velocidad de Argen sumó un punto de ventaja, pues le permitió alejarse a la otra punta de la habitación, y Mía hizo lo que pudo por incorporarse y sentarse en el sofá con normalidad. Pero ninguno de los dos pudo hacer nada con sus ropas a medio desabrochar.
Pero el Tío entró demasiado alterado como para pararles a preguntar sobre qué estaban haciendo. Una vez en el salón, miró solo unos breves instantes a Argen y a Mía, y luego comenzó a chillar, alertado.
—¡Esconderos! ¡Ahora mismo!
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —se preocupó Mía.
—¡Deprisa, no hay tiempo! ¡Escondeos en el sótano! —ordenaba, gesticulando en el aire.
Para su desgracia, sus hijos se dieron cuenta de lo que pasaba antes de que pudiesen obedecer ciegamente sus órdenes. Una mujer con un bebé en brazos pasó corriendo y chillando por la calle junto a la ventana. De repente, una sombra se tiró sobre ella.
La mujer dejó de chillar y su bebé de llorar, y tanto Argen como Mía como el Tío pudieron observar en primer plano cómo una Bestia se comía las entrañas de la madre y le arrancaba su pequeña cabeza al bebé de un solo bocado.
El Tío corrió las cortinas, agarró a Argen y a Mía y los empujó hacia el escondite secreto del sótano. Pero, como se esperaba, ambos se apartaron de él.
—¡No vamos a escondernos! —gritó Mía. La única luz del salón era la del fuego, que proporcionaba un ambiente todavía más lúgubre a la situación y hacía que sus ojos pareciesen brillar—. ¡Humis está en peligro! ¡Tenemos que hacer algo!
—Mirad, he soportado todo lo que me habéis hecho venir encima todos estos años —comenzó el Tío, poniéndose cada vez más nervioso—. He asumido primero los poderes de Argen, después vuestra obsesión por mataros, luego los poderes de Mía, y después… —Miró alternativamente a sus dos hijos y a sus ropas semidesabrochadas—. Bueno, no sé qué es lo que os traéis entre manos, pero no es momento de hablar de algo así ahora. La cuestión es que yo podía soportarlo todas las dificultades que me poníais, y lo hacía con cierto gusto, porque os veía crecer y avanzar. Pero lo que jamás voy a poder soportar es perderos, porque sois lo único que tengo y os quiero más que a mi propia vida.
La habitación se sumió en un sólido silencio, solo interrumpido por el habitual sonido de la madera quemándose en la chimenea. Pero, por desgracia, no tuvieron tiempo para más escena emotiva, pues la puerta de la calle salió volando por los aires y la misma Bestia que se había dado el festín con la madre y su bebé, entraba ensangrentado en el salón.
—¡Tío! —chilló Argen al ver que la Bestia se abalanzaba hacia él.
Por suerte, Argen llegó a tiempo para apartar al Tío de un empujón. Entonces rodeó el cuello de la Bestia con la mano, y se lo calcinó por completo. El ser cayó al suelo, muriendo al poco rato.
Mía había ido a coger al Tío antes de que este pudiese caerse al suelo. Y solo entonces, el Tío miró a sus dos hijos, y vio algo distinto en ellos. Ambos habían crecido, ambos se habían hecho más mayores. Ambos estaban los puntos más altos de sus posibilidades y con los corazones llenos de valentía y honor. Y entonces comprendió que de nada le servía esconderlos, porque ellos mismos iban a desobedecerle para salvarlos a todos.
—Lo siento, pero deberías esconderte tú —dijo Argen—. Mía y yo vamos a salir y a acabar con esas Bestias.
Dicho esto, Mía fue hacia Argen y ambos se cogieron de la mano, para luego mirarlo y mostrarle que estaban decididos a hacerlo. El Tío sonrió, y una brillante lágrima comenzó a recorrer su mejilla.
—No puedo dejar que mis hijos salgan en mitad de tal cacería. No podría estar tranquilo.
Argen y Mía observaron al Tío por un tiempo. Su cabello ya era casi por completo gris, y su rostro estaba repleto arrugas. Las bolsas bajo sus ojos indicaban que el cansancio estaba pudiendo con él. Sin embargo, parecía tan empeñado en acompañarlos.
Y entonces Mía se separó de Argen para abrazar al ya anciano.
—Estaremos bien —le dijo al oído—. No tienes que preocuparte por nosotros, ya que nos has educado tan bien que podemos cuidar por nosotros mismos.
El Tío rompió a llorar, abrazándola bien fuerte. Mía se separó de él y le sonrió mientras le cogía la cara con ambas manos. Ya eran de la misma estatura, algo que le hizo recordar al Tío el tiempo que había pasado.
—Escóndete, y no salgas hasta que vengamos a buscarte —le dijo Mía. Luego, le dio un beso en la mejilla y volvió a abrazarle.
Argen también se despidió, y no se entretuvieron más porque la situación lo requería, si no, seguro que se hubieran pasado allí mucho más tiempo. El Tío pudo ver cómo ambos marchaban por la puerta. Su gran hijo de ancha espalda y su pequeña pero valiente hija con aquella gruesa trenza platina que le colgaba hasta la cintura. Y cuando ya creía que esa sería su última despedida antes de enzarzarse en la lucha. Ambos se volvieron de nuevo hacia él.
—Gracias por todo, papá —dijeron al unísono.

En la plaza de Humis se estaba llevando a cabo un tremendo festín de muerte y violencia. Se veía a las Bestias saltar la muralla y tirarse sobre los ciudadanos, desgarrándoles la piel como quien rompe un folio con las manos.
Una mujer, tirada en el suelo y a viendo su muerte inminente ante una Bestia que era algo así como un tigre-hombre, se giró unos instantes. Al ver a dos muchachos de cabellos platinos acercándose corriendo hacia ella, su corazón se llenó de esperanzador júbilo.
—¡Son los Salvadores! ¡Ellos nos ayudarán!
Lamentablemente, no llegaron a tiempo para salvar esa vida. La Bestia que dio muerte a la mujer fue atravesada por una gruesa raíz que surgió del suelo. Pero la vida erradicada no puede regresar.
Argen y Mía intentaron salvar a tantos como pudieron. Y, aunque les superaban mucho en número, se vieron con la sorpresa de que no era tan difícil. El pensamiento más oscuro de Argen murmuraba que caían como moscas.
Súbitamente, Mía divisó a alguien tirado en un rincón de la plaza. Corrió hacia él al reconocer su cabello rojizo.
—¡Ali! —chilló, atravesando la plaza entera, esquivando los cadáveres que yacían en el suelo. Humanos y Bestias, seres de ambos bandos se encontraban ya en el suelo. Aquello no les diferenciaba.
Al llegar a Ali, se alegró de ver que estaba consciente y que no parecía gravemente herido. Solo se encontraba aturdido, por lo que Mía lo zarandeó hasta que Ali volvió en sí.
—Vamos Ali, has de esconderte en algún lugar. Nosotros nos encargaremos de esto —le decía.
Ali asintió, todavía algo confuso, y se dispuso a ponerse de pie con la ayuda de Mía. Pero cuando su mirada se dirigió a algún punto tras Mía, su expresión cambió por completo.
—Mamá —susurró, con los ojos abiertos como platos.
Mía se volvió hacia donde él miraba, y lo único que pudo ver fue a una Bestia. Estaba bípedo, pero sus patas eran marrones y se asemejaban a las de un canino o felino. Además, tenía una gran cola peluda tras ella. Llevaba una camisa medio rota, pero se distinguía que tenía pechos, por lo que debía de ser una hembra. Su rostro era peludo y sus ojos, penetrantes y verdes; como los de Ali.
Pero Ali era un humano, y ella una Bestia.
La Bestia, al verlos, se abalanzó sobre ellos en un gruñido. Mía chilló, y cerró los ojos por impulso. Ali solo gritó de nuevo “mamá”.
 Y luego, silencio.
Cuando Mía volvió a abrir los ojos, se encontró con que Ali tenía el rostro completamente blanco, los ojos a punto de salírsele de sus órbitas, la boca entreabierta, y las lágrimas no dejaban de salir una detrás de otra. Se giró hacia el otro lado para ver qué era lo que había pasado, y solo se encontró con la Bestia calcinada en el suelo y Argen delante de ellos, de pie.
—Tú has… —dijo entonces Ali—. ¡TÚ HAS MATADO A MI MADRE!
Y entonces se levantó con brusquedad y fue directo a Argen. Lo cogió del cuello, gruñendo.
—¡Eres un asesino! —le acusó, enfurecido.
—¿Yo soy un asesino? —se puso a la defensiva Argen—. ¡En primer lugar, esa Bestia os habría matado a vosotros dos antes de que pudieses pestañear! ¡Y en segundo lugar, no era tu madre, era una Bestia!
—¡Ella era mi madre! —chilló Ali. La vena de su cuello comenzaba a inflársele.
—¡Si ella era tu madre entonces tú eres una Bestia! ¡Imbécil, madura!
—¡Mi madre fue capturada y convertida por las Bestias!
—¡ESPERAD! —irrumpió Mía, viendo inminente una pelea—. Ali, ¿has dicho convertida?
Ali la miró y soltó a Argen. Las manos y el resto del cuerpo le temblaba por los nervios.
—Así es —dijo, cabizbajo—. Al parecer, las Bestias son capaces de convertir a otros humanos. Resulta que son portadoras de una especie de virus mutagénico que hace mutar a sus víctimas, haciéndolas semejantes a los animales.
—Pero si eso es así… —comenzó Mía.
—Estas Bestias eran humanos —terminó Argen.
—Os equivocáis —saltó Ali—. Bueno, os equivocáis en pensar que estos son los humanos de las ciudades que arrasaron. Lo más probable es que la gran mayoría venga originariamente de su bosque. Al parecer, el virus causa la muerte a más del 90% de los infectados.
Todos callaron de repente.
—Bueno, ya hablaremos de eso más tarde —irrumpió Argen al fin—. Ahora no es el momento. Vamos a acabar con todas esas Bestias.
Mía asintió. Ali los miró. Mía le sonrió. Ali también. Argen bufó y se fue. Mía y Ali lo siguieron.
—Nos hubiese matado —dijo entonces Ali—. Así que, de todas formas, gracias, Argen.
—No es nada —contestó Argen, sin volverse si quiera.

Dos niños gritaban en un rincón. Una Bestia con cabeza de serpiente les sacaba su lengua bífida de forma amenazadora, acercándose poco a poco a los pequeños. Pero entonces, un gran chorro de agua se llevó a la Bestia por delante, estrellándola contra una pared y dejándola aturdida. Entonces, Ali apareció con un cuchillo, y no se entretuvo en cortarle el cuello. Mía se acercó corriendo a los niños, y tras asegurarse de que ambos estaban bien, los envió a un refugio.
—¡Buen disparo, Argen! —gritó Ali.
—¿Acaso esperabas algo peor? —insinuó Argen.

Empezaba a anochecer, y parecía que las Bestias escaseaban más, pues los tres tardaban cada vez más tiempo en encontrarse a alguna. Pero cuando volvieron a la plaza, les sorprendió un asalto de decenas de seres, enseñando colmillos y garras hacia ellos. Y ellos, en el centro.
—Mierda —murmuró Ali.
Las Bestias se abalanzaron una tras otra sobre el grupo de tres que formaban. Ali estaba escoltado y ayudado por Mía, pues todos comprendían que no era lo mismo que tener poderes. Pero de repente, una Bestia tiró al suelo el cuchillo de Ali, al mismo tiempo que otra le agarraba por la trenza a Mía. Mía chilló de dolor.
—¡Mía! —gritó Argen. Por desgracia, no podía ayudarla, pues varias Bestias lo acorralaban y él no podía avanzar.
Pero la chica pensó rápido. Por fortuna, el cuchillo de Ali había caído cerca de ella. Rápidamente lo cogió y se lo llevó a la cabeza. Realizando un arco torpe y ciego, se liberó de la Bestia. Y su trenza se quedó suelta en sus garras. Antes de que la Bestia reaccionase, Mía le clavó el cuchillo en el corazón. Así, cayó al suelo. La bestia y su pelo.
Sin detenerse un segundo más, le tiró el cuchillo a Ali. Para entonces Argen había podido ir en su ayuda. Antes de ponerse a batallar de nuevo, miró una última vez su trenza, que todavía tenía sujeta la Bestia. Estaba ya ensangrentada e irrecuperable, por lo que no se entretuvo mucho más. Se había cortado el pelo de un tajo, pero eso poco importaba en esos momentos.
Argen realizaba difíciles acrobacias entre el fuego y los ataques de las Bestias. Y entonces, solo por unos segundos, se detuvo. Y mientras observaba la escena que se extendía ante sus ojos, su cabeza comenzó a dudar. A dudar por si aquello no era tan injusto después de todo. Al fin y al cabo, los humanos les arrebataron su hogar, y ahora ellos estaban haciendo lo mismo con el suyo. Todo había sido provocado por la codicia y el egoísmo humano. Y tal vez se lo merecían. Tal vez así sabrían que no eran el centro del mundo, que había más seres que también vivían.
Pero en ese mismo instante, una flecha silbó junto a su oreja. Su cuerpo se giró por completo al oír el grito de agonía que alguien había producido a su espalda. 
Al mismo tiempo que lo vio caer, el mundo se le vino encima de nuevo. Aquello no podía estar pasando, se dijo. Para él todo lo que ocurrió en ese breve espacio de tiempo, lo sintió sin sonido, sin imágenes nítidas; solo una mancha onírica e imprecisa. Pero en cuanto oyó el chillido de su hermana y vio cómo corría hacia él, se dio cuenta de que la realidad era esa.
Y mientras observaba a su hermana, con las lágrimas brotándole de los ojos como dos fuentes incansables, se percató de que tal vez los humanos habían hecho mal. Pero aquello ya era pasarse. Las Bestias se habían excedido, y no hacía falta todo aquello. 
Las venganzas no son tan duras.
—¡PAPÁ! —chillaba Mía, agarrando al Tío fuertemente.
Argen corrió a su encuentro. Posiblemente no se lo creyese hasta que no llegó a verlo más de cerca. Pero, en efecto, se trataba del Tío.
—Apareció de repente… —murmuró Ali, atónito—. Empujó a una Bestia que estaba a punto de atacarte, Argen. Y entonces…
—¡¿Quién lanzó la flecha?! —quiso saber Argen.
Todos miraron hacia su origen. Al parecer una bestia había matado a un vigía y se había quedado con su arco. No tuvieron tiempo a sorprenderse por ver a una Bestia manejando el arco. Tampoco tuvieron tiempo a nada, porque la Bestia quedó calcinada al instante. Al igual que el resto de Bestias de la plaza.
—¿Hijos…?
Argen y Mía se dirigieron hacia él, algo aliviados al oír su voz. No se atrevían a quitarle la flecha del pecho, pues temían que pudiese desangrarse por la herida abierta.
—Vamos a llevarte a la enfermería —dijo entonces Argen, disponiéndose a cogerlo en brazos.
—No, Argen, no lo intentes —avisó el Tío. Su voz sonaba áspera y forzada—. Ya no hay esperanza para mí. No os esforcéis. Lo siento mucho, hijos. Os he desobedecido, pero no podía estar tranquilo. Hacía muchas horas que os habíais ido y no sabía dónde estabais. Me alegro de que ambos estéis bien. —Entonces les cogió la mano a los dos—. Seguid así. Seguid luchando por vuestra raza. Vosotros… vosotros sí que tenéis honor. Y por favor, nunca olvidéis lo que os enseñé.
—¿Pero qué estás diciendo? —lloriqueó Mía—. Tú vas a salir de esta.
—No, Mía, no —sonrió él—. Pero no me importa. Porque al menos he podido ver a mis dos queridos hijos haciéndose mayores. Aunque me hayan estado escondiendo un secreto importante… —Miró a ambos, y entonces comprendieron que él lo sabía desde mucho antes de lo que ellos sospechaban. Pero ya no importaba—. Así que, cuidaros. Cuidaros mucho. Y cuidad de los vuestros.
Y eso fue todo. Allí la vida del Tío terminó,  y sus ojos se cerraron. Mía rompió a llorar, y Ali la abrazó. Argen, sin embargo se quedó mudo. De repente, alzó la cabeza al cielo. Las lágrimas le empapaban el rostro por completo.
—¡TÚ, DIOS! —gritó, atrayendo la mirada de Mía y Ali—. ¡¿ERES CAPAZ DE MANDARNOS AQUÍ Y DE CREAR TODO ESTO Y NO PUEDES DEVOLVER UNA VIDA?! ¡ERES COMPLETAMENTE INÚTIL! ¡NOSOTROS TE HACEMOS EL TRABAJO SUCIO, Y TÚ SOLO TE DEDICAS A OBSERVARNOS, COMO UN ESPECTADOR QUE SE DIVIERTE CON LA OBRA! ¡DEVUÉLVENOS A NUESTRO PADRE! ¡¿NO PUEDES NI HACER ESO?! ¡¿DE VERDAD SIRVES PARA TAN POCO?!
—Argen, para —avisó Mía.
—¡VAMOS! ¡DEMUÉSTRAME QUE DE VERDAD ESTÁS AHÍ! ¡DEMUÉSTRAME QUE TE IMPORTAMOS!
—¡ARGEN, PARA YA! —chilló Mía.
Argen calló y la miró. Ella se levantó y le tendió una mano. Por sus ojos todavía brotaban lágrimas.
—No vas a hacer nada gritando como un imbécil. Vamos a hacer juntos el trabajo que el Dios no puede hacer.
Y cuánta razón tenía aquella chica. El Dios no podía hacer nada más que observar cómo se asesinaban unos a los otros. Tampoco podía devolver vidas. A ratos se sentía como un completo inútil de verdad. Pero no podía hacer nada más.
Nada más que darles todo lo que podía a aquellos dos jóvenes. Y esperar a que la victoria llegase.
Los hijos de Dios decían. Solo eran hijos de ángeles. Yo los había abandonado en mitad de esa injusticia. Y no había habido día que no me doliese. Y no había habido día que no los hubiese dejado de observar.
Pero al verlos levantarse y mirar al cielo, hacia mí, me dio cierta sensación de orgullo. Porque uno de ellos tendría que haber muerto ya. Sin embargo, los humanos albergan más amor del que se pueda imaginar. Eso es lo que los diferencia de cualquier otra raza. Y aunque tuviesen cierta parte de alma divina, no dejaban de ser humanos.
Y los humanos pueden ser la más terrible pesadilla o la más increíble de las maravillas.
Argen y Mía se cogieron de la mano y comenzaron a caminar en compañía de Ali, que iba detrás. Estaban decididos a acabar con aquello.
Y yo estaba seguro de que lo conseguirían.




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El relato anterior fue escrito por Miss Darcy, y podéis disfrutar de él aquí: http://uniendolasletras.blogspot.com.es/2014/09/larga-vida-la-reina-neminis-terra.html
El siguiente relato será de LMDreamer, y podréis leerlo este lunes aquí: http://milmotivosparapensar.blogspot.com.es/